Capítulo 42

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Julia

Son más de las diez cuando salimos del metro. Procuro no usar mucho la moto, sobre todo por las mañanas, porque el tráfico es horrible.

Damos el paseo que Lena me prometió anoche. Parece un poco más apagada de lo normal, como si aún no se hubiese despejado del todo, pero un café helado a media mañana hace que recupere parte de la vitalidad.

Parece sorprenderse un poco cuando la tomo de la mano y entrelazo mis dedos con los de ella. Yo también me sorprendo un poco, no voy a mentir.

Nunca he sido de dar la mano en las primeras citas. Me parece mucho más fácil dar un beso que tomarse de la mano. Sí, lo sé. Suena a locura, pero para mí es así.

Hay detalles más íntimos que me parecen mucho más complicados que los besos, las caricias o el sexo.

Yo suelo hacer las cosas al revés; sobre todo si las dos sabemos desde el principio que solo será una aventura, pero supongo que con Lena todo es diferente.

Hemos dormido juntas sin pasar de las caricias. Le he contado mis secretos más oscuros sin pedir nada a cambio y he confiado lo suficiente en ella como para dejar que entre en una parte de mi vida que preferiría que nadie viera. Además, ya me ha visto desnuda.

Me entra un poco la risa cuando pienso en como la estuve provocando durante días y ella me dedica una mirada prudente, mientras seguimos caminando a través de las calles.

Pasamos por delante de una floristería exuberante, donde las plantas parecen comerse la puerta. La dependienta está colgando un cartel en la vidriera de cristal: necesitan trabajadoras.

Todo en esta calle parece nuevo o recién abierto. Los locales son modernos, al menos por fuera y muchos de ellos están en obras.

El Támesis queda al otro lado de la calzada, a mano izquierda y acabamos cruzando un puente para bajar hasta el paseo del río y sentarnos allí, igual que otras tantas parejas, mientras hablamos de todo y de nada en particular.

—Deberías contarme algo sobre ti —le digo, cuando lleva ya un buen rato hablando sobre una heladería cerca del Barrio Rojo que aún no hemos visitado.

—Te estoy hablando sobre helados
—replica, fingiendo seriedad—. Creo que no entiendes lo importantes que son para mí.

Me río un poco, pero no desisto. Tengo razón.

—Durante estas semanas te has quejado de que no te contase nada sobre mi vida. Presumes de ser muy transparente, pero la verdad es que no sé prácticamente nada de ti.

—¿Qué quieres saber? Pregunta —me reta, relajada.

Sí que es transparente. Es tan clara como el agua que hay bajo nuestros pies. No esconde nada, no oculta ningún oscuro secreto, o imperfección. Es lo que ves. Es dulce, es buena, es preciosa.

—¿Cómo conseguiste el trabajo en el gimnasio de Antón?

—Bueno, antes entrenaba. Jugaba al tenis. El primer año de carrera intenté compaginarlo con los estudios. Iba a un club con canchas, también tenían gimnasio, pero pasar tantas horas allí me salía muy caro y el gimnasio en el que entrenaba Kat era mucho más barato para alguien con mis recursos… Así que jugaba en el club y entrenaba con Antón. Más tarde me di cuenta de que no podía llevar los estudios, el trabajo y el tenis a la vez, así que dejé el tenis, porque estudiar biología me gustaba más. Fue entonces cuando Antón me propuso trabajar allí.

—Parece un buen tipo.

—Lo es. Se lesionó la rodilla cuando era joven, boxeando y, como no quiso despedirse de ese mundo tan pronto, abrió un gimnasio. Si fuera por él lo cerraría al público y se dedicaría a entrenar a sus campeonas, pero lo que más dinero le da son los clientes que pagan una mensualidad, porque paga un porcentaje muy alto de lo que recauda en las peleas a las boxeadoras. Apenas se queda con algo para pagar su entrenamiento. Es muy legal.

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