Julia
Después de estar casi una semana entera trabajando en la floristería, he descubierto dos verdades absolutas: la primera es que existen tantas variedades de orquídeas que pronto perderé la cabeza y la segunda, que si eso no me hace enloquecer, lo harán las exigencias de los clientes.
Me pregunto si haré yo lo mismo en los comercios, si desquiciaré al personal sin darme cuenta con peticiones absurdas que les hagan perder su tiempo. Si es así, dejaré de hacerlo. Estar al otro lado del mostrador es mucho más difícil de lo que parecía desde fuera.
Solo trabajo por las mañanas, y antes del mediodía tengo una pausa que aprovecho para darle vueltas al libro de Artem. Estoy a punto de terminarlo.
Después tendré que trabajar mucho antes de ponerle el verdadero punto final, pero escribir el último capítulo será todo un logro para mí y estoy tan entusiasmada como asustada.
Estoy a punto de terminar mi turno cuando la veo entrar. Su pelo rojo contrasta con el verde que envuelve el lugar. Lleva unos pantalones cortos que dejan al descubierto un par de piernas interminables y una camiseta corta y desgarrada que apenas le tapa el estómago.
Avanza con paso firme y seguro, como si el suelo que pisara le perteneciera, mientras alza el rostro y mira a su alrededor, contemplando los árboles de interior que extienden sus ramas hacia el techo y las jardineras que cuelgan de finas cadenas.
El cliente al que estoy atendiendo deja de hablar en cuanto llega a su lado y se apoya en el mostrador con despreocupación. Se queda mirándola embobado, igual que yo.
Lena me dedica una sonrisa cálida y me hace un gesto disimulado para recordarme que tengo clientes.
Me aclaro la garganta y me obligo a dejar de prestarle atención para volver con el joven que intenta pedirme algo.
—¿Decías? —pregunto, con amabilidad.
—Ah… Eh… Bueno, tengo para rato, así que no me importa que pase ella
—declara y mira a Lena.Esta esboza una sonrisa y se adelanta sin miramientos.
—Quiero una flor.
Estoy a punto de decirle que deje de hacer tonterías cuando mi jefa aparece de la trastienda.
—Me has oído, ¿verdad? —insiste, a sabiendas de que no replicaré.
Le dedico una mirada que promete tormenta después y me resigno.
Tomo aire.—¿Y qué flor quieres?
Ella me dedica una sonrisa victoriosa al comprender que estoy jugando su juego y se echa un poco hacia atrás mientras observa a su alrededor.
El cliente que le ha cedido su turno no pierde detalle de cada uno de sus movimientos.
—No lo sé —murmura—. Hay tanto donde elegir. ¿Qué me recomiendas?
—Eso depende de para qué la quieras.
Vuelve a dar un paso adelante y se apoya en el mostrador. Su mirada se oscurece un poco con una chispa de travesura y me doy cuenta, al instante, de que conozco esa expresión.
Es la misma que vi aquella primera noche en Le Perchoir, cuando me contó la historia de Madame Alet y todo el mundo se esfumó mientras ella me tocaba, susurraba y acaparaba todos mis sentidos.
Aquel día me hizo sentir como si nada más importara, solo yo. Solo las dos.
—Se la voy a regalar a mi novia —dice, tan tranquila.