Capítulo 36

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Artem

Londres, once meses antes.

Nadie supo nunca qué pasaba por la cabeza de Artem Winnick.

Desde que era pequeño había sido difícil adivinarlo. Era un niño diferente, soñador, algo entusiasta, que se perdía con facilidad en las nubes.

Cuando creció, algunos pensaron que empezaban a comprenderlo. Tenía alma de poeta, un corazón de letras y tinta en las venas. Su madre se alegró cuando entró en periodismo. Siempre pensó que haría algo grande.

Cuando le habló de su novia, cuando le presentó a Julia, creyó que su hijo se había salvado por fin, que había encontrado la paz interior, su ancla a este mundo.

Julia también pensó que lo entendía. Se acostumbró a sus ciclos y estaciones, a los periodos de tristeza y apatía.

Leyó sobre la depresión, hizo preguntas para saber a qué se enfrentaba y después de un año queriendo a Artem tal y como era, creyó que acabaría acostumbrándose y que aprendería a lidiar con ello.

Entendía sus largos periodos ausentes, estaba a su lado cuando se olvidaba de afeitarse y no quería salir a la calle.
Le brindaba su apoyo cuando dejaba de acudir al trabajo o se olvidaba de presentar alguna entrega en la universidad.

Había aprendido a curarse sola las heridas cuando parecía que él no la quería y sabía aguantar la tormenta hasta que volvía en sí y la aceptaba a su lado de nuevo. A veces, era difícil, pero merecía la pena y creía que estaba controlado, que podrían hacer una vida normal juntos.

Cuando se sentía bien, él también parecía feliz con ella. Por eso, nadie entendió que Artem se metiera en la bañera con una cuchilla y un frasco de antidepresivos.

Fue Julia quien lo encontró.

Al principio, se quedó petrificada.

Entró al baño y lo vio allí tumbado. Parecía que descansaba. Que se estaba dando un baño relajante y se había quedado dormido. Pero no estaba dormido.

Vio el color del agua y la cuchilla. No supo que se había tragado un bote de pastillas hasta mucho después. En su cabeza, solo veía a Artem ahí tirado y el resto dejó de importar.

Corrió hacia él. Lo tomó del pecho y lo incorporó.

Estaba pálido y completamente ido, pero tenía pulso y aún respiraba. Intentó hacerlo volver en sí, llamarlo, hacer que la mirara, pero fue en vano. Sí que respondió a un pellizco en el brazo, pero aun así no consiguió que recobrara la consciencia.

No supo cómo adivinó qué hacer, como su cuerpo tomó las riendas en un momento así, pero reaccionó. Se había abierto las venas en canal. Todo estaba lleno de sangre.

Julia intentó frenar la hemorragia.

Usó toallas, cinta aislante y lo sacó del agua como pudo. Llamó a emergencias y en menos de diez minutos los paramédicos estaban en su casa con un soporte vital avanzado; un técnico, un médico y una enfermera.

Le dijeron que esa cinta aislante en la herida del antebrazo lo había salvado.

Le mintieron y enseguida se dieron cuenta.

Fue después, en la ambulancia de camino al hospital, cuando comprendieron que Artem no había intentado suicidarse abriéndose las venas.

Esa había sido su primera opción, pero algo se lo había impedido. Quizá el miedo, la aprensión o la falta de coraje.

La herida no era muy profunda, sino, se habría desangrado mucho antes de que Julia lo hubiera encontrado. Ese era su plan, pero no pudo hacerlo. Por eso se había tragado las pastillas. No había tenido valor para continuar con la cuchilla.

Desde que metieron a Artem en la ambulancia, Julia sintió que se convertía en la protagonista de una película que no quería ver.

Todo, absolutamente todo lo que dijeron ese día los médicos se quedaría grabado para siempre en su memoria. Frases extrañas y complejas, términos que jamás había escuchado y comentarios que no entendió se quedaron escritos a fuego en su alma.

Incluso si intentó deshacerse de esos detalles que para ella no tenían ningún significado, además de la tragedia que había sufrido, no pudo olvidarlos.

Dijeron que Artem tenía un siete en la escala de Glasgow y lo intubaron enseguida.

Comprobaron la vía aérea, la ventilación y se aseguraron de que la circulación estuviera bien. Le quitaron la cinta aislante y le pusieron gasas sobre la herida para controlar la presión.

En cuanto hicieron todo aquello, llegó el momento de las preguntas. La habían subido a la ambulancia para eso. Ella lo había encontrado, así que debían recabar toda la información posible.

Julia recordaría después cada pregunta, lo que no sabía era qué había respondido ella. Jamás lo sabría.

Le preguntaron si tenía alguna alergia y se aseguraron de que esas heridas eran autoinfligidas. Julia les dijo que tenía depresión, que tomaba antidepresivos y los médicos confirmaron entonces que no estaba en ese estado por lo que ella pensaba.

Se había tomado un frasco de antidepresivos. Julia no supo contestar, no pudo darles el nombre de las pastillas.

Tan solo lloraba sin lágrimas, mientras sentía el oxígeno cada vez más pesado, como si respirase a través de un cristal y se sentía terriblemente impotente.

Le preguntaron si había intentado quitarse la vida antes, si había tenido algún problema que pudiera haberlo empujado a aquello.

Julia respondió que últimamente parecía muy feliz. Más tarde un psicólogo le explicaría que los suicidios no solían cometerse en los días más grises, sino en aquellos en los que esas personas se sentían con más energía.

No entendía nada.

Cuando llegaron al hospital, dejaron de contar con ella. Lo monitorizaron, le hicieron una analítica y le pusieron soporte ventilatorio. Luego, le hicieron un lavado de estómago.

Lo intubaron. Y ya no volvió a salir de hospital.

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