Julia
Jared me ha acompañado hasta el piso. No quería dejarme sola. Me ha pedido perdón. Me ha dicho que no sabía que estuviera ocultando lo de Artem, que ha dicho su nombre sin pensar y que su hermana ha atado cabos.
Le he dicho que no pasaba nada. De todas formas, en algún momento tenía que contárselo. Me habría gustado que fuera de otra forma, no así. Pero yo mejor que nadie sé que hay veces que las cosas escapan a nuestro control.
Jared se marcha a regañadientes cuando le aseguro que prefiero estar a solas con Lena cuando regrese. Tenemos mucho de lo que hablar e imagino que volverá con preguntas tristes y dolorosas, que yo tendré que responder.
Ya no puedo seguir ignorándolo, no puedo fingir que soy otra persona diferente, que no soy la chica que perdió al amor de su vida de la forma más injusta y cruel. De la forma más egoísta.
Cuando Lena regresa, está empapada de la cabeza a los pies. Adèle se acerca a ella, pero da media vuelta nada más verla y ella arruga un poco el ceño.
Deja su chaqueta empapada en la entrada y la veo avanzar con pasos vacilantes hacia mí, con la cabeza gacha y la vista fija en los pies.
—Creo que tenemos que hablar
—murmura y se muerde los labios.—Primero deberías secarte. Estás empapada.
Lena alza los ojos lentamente hacia mí. Parece dispuesta a replicar, pero acaba tomando aire y alejándose hacia el baño para regresar con una toalla limpia.
Ni siquiera empieza a secarse.
—Lo siento. Siento muchísimo haberme marchado así. Es que…
—Sé por qué te has ido —la interrumpo. Prefiero ponérselo fácil. Ha aguantado mi hermetismo durante semanas y se merece un poco de sinceridad—. Te has dado cuenta de quién era mi novio.
—Es que… No tenía ni idea, Julia. Con las cosas que me contaste, con lo que creí entender… Dios. Pensaba que te maltrataba.
Parpadeo, un poco conmocionada.
—Artem jamás me hizo daño, no hasta que murió. Era el chico más dulce que conocía.
Lena me mira. Veo la pena en sus ojos, la compasión. Y eso me mata.
Me hago a un lado en el sofá para dejarle espacio. Tomo aire con fuerza y cierro los ojos unos instantes.
—Supongo que tendrás preguntas —le digo, con la voz entrecortada—. Adelante. Esta vez seré del todo sincera.
Lena parece sorprendida. Da un paso adelante y hace un amago de sentarse, pero acaba sacudiendo la cabeza, contrariada.
—Te prometí que no habría preguntas
—dice, dubitativa.—Creo que te debo un par de explicaciones.
Sostiene mi mirada durante una eternidad y lucho con todo mi ser para no apartarla con el fin de dejar de ver aquello que reflejan los ojos que tanto me gustan.
—No —dice ella, al fin—. Seguiremos con el trato inicial. Hablarás cuando quieras hablar. De momento, no hay preguntas.
Entonces, ocurre algo insólito. Me dedica una sonrisa, una preciosa sonrisa a la que ya me he acostumbrado y, aun así, siempre me deja sin aliento. Es increíble lo mucho que puede decir una sonrisa, lo mucho que puede significar.
Esta dice: «puedes contar conmigo».
Aguarda un instante y, después, se marcha hacia su habitación mientras se lleva la toalla al pelo y comienza a secárselo.
—¿Qué quieres cenar? —pregunta, desde allí.
Intento asimilarlo, comprender por qué no desea saber qué ocurrió a toda costa, por qué no me está acribillando a preguntas y por qué he dejado de ver esa pena tan familiar en sus ojos.
Me pongo en pie y la sigo.
Entro en su cuarto en el preciso instante en el que se está subiendo unos pantalones cortos de algodón.
—¿No hay preguntas? —inquiero.
—Ni una sola —responde y comienza a recogerse el cabello en un moño deshecho.
Voy hasta su cama a medio hacer y me siento en ella.
—¿Tienes mucha hambre? —pregunto, con un nudo en la garganta.
Ella parece comprender que algo va mal, porque sacude la cabeza al instante y se sienta a mi lado. Cuando apoya su mano en mi rodilla, entiendo que Lena ya sabe qué le voy a contar.
Lo contaré por ella, porque merece saber la verdad más que nadie en este mundo. Se lo ha ganado.
Y lo contaré por mí, porque yo también me merezco dejar escapar a algunos de mis demonios.
—Artem se suicidó —suelto, sin más y me doy cuenta de que jamás lo había dicho en voz alta, no de forma tan directa, no sin eufemismos.
Pero, en realidad, no hay mejor forma de decirlo.
No hay rodeos para esto ni formas amables de contarlo.
Un día, Artem murió.
Así es la muerte. Directa y brutal. Nadie la esperaba. Nadie la vio venir.
Recuerdo haber escuchado a los médicos decir que cabía la posibilidad, el riesgo de que lo que hizo degenerara trágicamente, pero nadie se lo planteó de verdad.
Las heridas de la cuchilla no eran graves. Apenas había perdido sangre. Y podría haberle dado la vuelta a la sobredosis.
Artem era joven, estaba sano y en forma. Todos dieron por hecho que se recuperaría.
No lo hizo.
Y el peso irreversible de la muerte cayó como una losa sobre todos sus seres queridos.
La rabia, la impotencia, el desconcierto.
Yo no lo entendí.
—Lo sé. Sabía que Artem Winnick se había suicidado. Jared y él eran muy unidos.
—Sí. Los tres vivimos juntos una temporada —respondo.
—No tenía ni idea de que fueras tú. Jamás se me habría ocurrido pensarlo.
—A veces ni yo misma me creo que esto me haya pasado a mí, a nosotros. Todavía es como verlo todo a través de una pantalla, ¿sabes? Como si fuese una película, un espectáculo. Un día estaba bien y, al siguiente, me lo encuentro en la bañera, inconsciente y medio muerto.
Me miro las manos. Si cierro los ojos durante demasiado tiempo, aún puedo ver la sangre en ellas.
—¿Sabes cómo murió?
Lena sacude la cabeza.
—Detalles muy vagos. Puedes contarme lo que quieras, Julia.
—Quiero contártelo todo —le aseguro.