Capítulo 31

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Lena


Tengo tanto miedo que temo romper a llorar en cualquier instante.

No sé qué está pasando y carecer del control total en una situación así jamás me había hecho sentir tan absolutamente perdida.

¿Por qué no nos enseñan estas cosas en el instituto? ¿Por qué no nos hablan de las enfermedades mentales en ningún lugar? Son un tabú. Las presentan como una criatura mítica y exótica y nos hacen creer que «estas cosas no pasan».

Pues sí que pasan.

Las enfermedades mentales son reales y muy comunes. Estamos desinformados. Y la desinformación es peligrosa.

No sé qué debo hacer porque nadie ha hablado nunca conmigo sobre el tema. Y ahora tengo miedo de meter la pata, de proceder de alguna forma que consiga justo lo contrario a lo que pretendo y de hacerle daño.

Kat, mi maravillosa y fuerte Kat, ha tenido rachas de ansiedad.

Ocurrió cuando aún asistía a la universidad, cuando sentía que no podía mantener su trabajo, pagar las facturas, aprobar todo y seguir boxeando.

Hizo lo más inteligente: escogió lo que le haría más feliz.

Dejó de estudiar una carrera que no la llenaba y siguió boxeando.

A parte de eso, nunca más he vivido tan de cerca ninguna enfermedad y todavía me pregunto cómo voy a ayudar a Julia si ni siquiera sé qué es lo que le ocurre y no me lo quiere decir.

Hoy nos ponemos en marcha un poco más tarde de lo previsto.

Ella duerme hasta tarde y yo no quiero despertarla, porque sé que debe descansar. Así que espero hasta que se pone en pie y, después, vuelve a conducir hacia el norte, hacia nuestro último destino.

Antes de tomar la moto me aseguro de que está en condiciones de conducir. Cuando paramos, parece más despejada. Aún hay algo triste en sus ojos y no ha hablado del tema. Pero me tranquiliza saber que tiene intención de hacerlo. Mientras tanto, decido respetar su silencio.

Nuestro último pueblo apenas tiene unas cuantas casas desperdigadas por la falda de una montaña.

Nos alojamos en una casa rural de piedra. La habitación es amplia, cálida y acogedora. Hay una chimenea apagada en una de las paredes y un amplio balcón da directamente a las increíbles vistas del bosque.

Aún no me acostumbro a verla con suéteres anchos, botas de monte y gorros de lana. Está graciosa cuando ladea la cabeza porque se ha dado cuenta de que me he quedado mirándola.

—¿Qué? —inquiere combativa y ese tonito desafiante me da algo de esperanza.

—Que estás muy guapa —respondo—. Aunque quizá lo estarías más si no estuvieras frunciendo el ceño constantemente —le digo divertida y paso a su lado.

Avanzamos a través de un camino en la espesura.

En la casa rural dicen que al otro lado de la montaña hay un lago que merece la pena ver. Así que cargamos con nuestras mochilas montaña arriba.

Hoy, el silencio me resulta más pesado que otros días, mucho más complicado. Hay tanto que me gustaría preguntar, tanto que me gustaría que ella me contara. Pero prometí esperar.

Por eso hablamos de cosas sin importancia. Nos detenemos al pie del lago, una masa de agua oscura custodiada por altos riscos que lo bordean y subimos a una de las rocas de la orilla para sacarnos una foto.

Pasamos allí un buen tiempo. El agua está demasiado helada como para meterse por completo, pero acabamos paseando descalzas por la orilla.

Es un bonito día y cuando eche la vista atrás espero recordar que la salpiqué y ella se vengó, que me tropecé intentando escapar y que Julia me sacó una foto tirada en el suelo.

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