Capítulo 57

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Lena

—¿Has pagado la noche de hoy? —le pregunto, aún contra sus labios.

—¿Qué? —murmura, con la voz entrecortada.

—En el motel. ¿Está pagado?

Julia sonríe en cuanto lo entiende. Asiente, me toma de la mano y volvemos a su motel prácticamente a la carrera. Está aquí, en Westminster, en un edificio antiguo en una de las calles adoquinadas del distrito.

Ni siquiera prestamos atención al recepcionista cuando pasamos a su lado, no prestamos atención a nada ni a nadie, solo a nosotras mismas.

Subimos por las escaleras enredadas en besos interminables, en caricias que acaban en gemidos, incapaces de aguantar hasta que llegamos a la puerta.

Me cuelgo de su cuello para besarlo, juguetona, cuando Julia hace malabarismos para abrir con la llave y entramos mientras todavía la estoy llenando de besos.

No me da tiempo a ver la habitación. Tampoco me importa. Esta vez es Julia la que me empuja contra la pared. Lo hace tan fuerte que tiene que apartarse un instante para asegurarse de que estoy bien. Sin embargo, en cuanto me escucha reír, vuelve a reclamar mis labios.

Son suaves, húmedos, mientras devoran mi boca con verdadera avidez y yo intento adaptarme a un ritmo vertiginoso.

Echo la cabeza hacia atrás cuando comienza a descender, a besar la línea de mi mandíbula y hunde el rostro en mi cuello para llenarlo de besos. Julia me da un lametón y me muerdo los labios para no gemir muy alto.

Siento sus dedos presionando mi muslo, subiendo por el interior de la falda, mientras me hace perder la cabeza con sus besos y mordiscos.

Los noto deslizándose bajo mi ropa interior, por el borde de las braguitas y me tiemblan las piernas cuando los siento sobre mi sexo.

Paso los brazos tras su cuello y me muevo contra su mano, buscando su contacto, hasta que se detiene y yo ahogo un quejido.

Se aparta de mí. Está jadeante y lo que brilla en sus azules ojos es lujuria, pura y descarnada, que me abrasa.

—¿Qué pasa? —pregunto, apenas en un murmullo.

Julia no responde. Sigue clavando en mí unos ojos que acarician. Se quita la chaqueta de cuero y la deja caer sin miramientos.

Después, da un paso hacia mí y alza una mano hacia mi abdomen. Toma la camiseta que llevo con los dedos y comienza a subirla con deliberada lentitud.

—No te muevas —me pide, con una cadencia oscura, que invita a la perdición.

Sus nudillos acarician mi piel y dejan un rastro de llamas allí donde me tocan. Tengo que obligarme a mantenerme contra la pared, inmóvil, sin intervenir, mientras me muerdo los labios y la dejo hacer.

Me desnuda despacio, prolongando cada caricia hasta que cada fibra de mi piel pide su calor. Alzo los brazos para dejar que me quite la camiseta y hago un ejercicio de autocontrol increíble cuando me rodea con los brazos y desabrocha mi sujetador.

En cuanto lo quita, traza un camino de besos desde el hombro, hasta mi pecho y yo me derrito mientras baja y baja y, de pronto, se arrodilla.

Sus labios llegan a mi ombligo, hasta el vientre y se detienen en el borde de la falda mientras me concentro en seguir respirando, en no perder del todo la cabeza.

Si sigue así, pronto lo haré.

Sus manos apresan mi cadera, manteniéndome presa contra la pared y se mueven ligeramente hacia arriba mientras suben mi falda por los laterales.

—Julia… —le advierto, porque no sé como decirle que estoy a punto de volverme loca, de perder el control.

Por toda respuesta, me mira. Clava sus ojos de un azul salvaje en los míos y no los aparta incluso cuando siento el tacto de su piel bajo la falda, ascendiendo por mis piernas, hasta agarrar el borde de las braguitas y tirar de ellas hacia abajo.

Caen al suelo y no tarda en echarlas a un lado al tiempo que yo me muevo como una autómata, totalmente absorta por sus caricias.

Mientras todavía me apresa con las manos, me planta un beso a la altura de la rodilla y comienza a subir.

Siento su lengua en el interior del muslo, subiendo y subiendo mientras sus dedos avanzan por mi falda y la retiran cada vez más, hasta que su boca encuentra la unión de mis piernas y me deshago en un gemido imposible de acallar.

Estoy a punto de caerme, de perder el control de mis rodillas, cuando me estremezco de arriba abajo y enredo las manos en su pelo oscuro para sostenerme de pie.

Pasa una eternidad y a la vez un suspiro y, cuando acaba, cuando la descarga deja de recorrer mi cuerpo, Julia se aparta un poco y se pasa el pulgar por los labios en un gesto que me pone a mil de nuevo.

—¿Qué tal? —pregunta, un poco cohibida.

—¿Lo dices de verdad? —respondo, entre jadeos desacompasados.

—Es la primera vez que lo hago
—responde—. No sé si… Si…

Me entra la risa y tomo su rostro entre las manos para darle un beso largo y lento.

—¿Si lo has hecho bien? Julia, me has hecho perder la cabeza —contesto, contra su boca y entonces es ella la que vuelve a besarme.

Hundo las manos bajo su camiseta de tirantes y me deshago de ella como puedo. Luego me quito la falda y el resto ocurre sin que sea apenas consciente.

Acabamos cayendo sobre la cama y llega mi turno de besarla, de acariciarla y de provocarla hasta que parece tan perdida como lo estaba yo.

Pasamos así el resto de la noche, recuperando cada beso, cada abrazo. Me inclino sobre ella para repasar con la punta de los dedos la silueta de sus labios gruesos y rojizos y me entretengo trazando un recorrido sinuoso desde su pecho hasta el ombligo, recreándome en su desnudez, en la hermosura de su cuerpo suave y cálido y repasando con las yemas de los dedos los trazos de sus tatuajes.

Dejo que ella cuente mis pecas, que coloque un mechón de pelo tras mi oreja y que se incline sobre mí para besar la comisura de mis labios, donde se ha difuminado el pintalabios.

Pasamos así una eternidad. No dormimos, no hay tiempo para eso.

Es curioso. Tenemos tanto que decirnos y, sin embargo, apenas murmuramos algo. Tan solo nos contemplamos en silencio, nos comemos a besos y disfrutamos de la cercanía de la otra.

Hay cosas que se dicen sin palabras, sensaciones que no tienen nombre. El silencio que compartimos, la quietud y la calma que nos arropan, son suficientes. Son plenos.

Hay un momento, entre un beso y una caricia robadas, en el que el mundo deja de girar. Todo se detiene, incluso el latido de nuestros corazones. La respiración. Cada jadeo.

Nos quedamos suspendidas en un punto atemporal, incierto, donde solo existe esta sensación, la certeza de saber que hemos encontrado un lugar en el que todo encaja, en el que jamás llueve ni hace sol.

Solo hay estrellas, igual de eternas que nosotras, que el río Támesis, que el cielo de Londres.

Aquel cielo donde solo hay estrellas, donde me pierdo en interminables besos con ella.

Nebo Londona Donde viven las historias. Descúbrelo ahora