››› Enojo (xxxɪɪɪ)

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Estaba maravillada.

La reunión de sufragistas en la mansión Oize iba mucho más allá de temas políticos y movimientos de mujeres sobre sus derechos e igualdades. Iba mucho más allá de nuestras luchas, eran nuestros descansos. Éramos guerreras que volvían de una guerra diaria y se sentaban en un bar a beber licor y reírse de las cosas más simples. Éramos mujeres sin tener que ser esposas o madres o amas de casa. Éramos mujeres.

No recuerdo exactamente cuánto duró, pero el sol comenzaba a despedirse acariciando los bordes del horizonte tornando el cielo de un melancólico anaranjado. Todas hablaban sin tabúes ni restricciones, nadie se sorprendía de la naturalidad de nuestros cuerpos o nuestra humanidad, no había reglas o manuales. Se armaban debates sanos donde por turnos todas eran escuchadas. 

Nunca me había sentido escuchada como mujer.

Siempre era a el poeta Lory March o al estudiante que acompañaba a Dorian Plummer a quien todos escuchaban y le daban el pie para hablar. Nunca me había sentido de esta forma. Donde alguien te escucha y te comprende. Y eso era lo más doloroso al mismo tiempo. Me comprendían, sufrían lo mismo o mucho más que yo habiendo nacido mujer. 

Algunos privilegios son ganados por cada una de las personas. Pero otros... otros son marcados por las sociedades. Ser hombre era un privilegio con el que muchos nacen y mueren, pero no son perseguidos o castigados por ello y esta bien. A veces me preguntaba si las mujeres en realidad éramos criaturas del infierno que no debíamos existir por la forma en la que el mundo nos traba. El presenciar la reunión de sufragistas en la mansión Oize me hizo estar segura de que éramos tan dignas como ellos, de que éramos tan perfectas como ellos, de que éramos tan iguales como ellos. Y debíamos estar orgullosas de eso mismo.

Al terminar la reunión, la señora Oize se despidió con la misma frase que Margaret me había dicho en la protesta:

―Y recuerden muchachas: Siempre será mejor vivir como renegadas, que vivir obligadas―todas en la sala aplaudieron y se saludaron entre ellas saliendo esparcidas por todo el jardín de la mansión.

―¿Y bien? ¿Qué te pareció?―me preguntó Margaret en cuanto llegamos a la puerta de la mansión listas para salir.

―No somos especies, pero creo que por mucho tiempo me sentí como un ave perdida en el océano―conteste.

―Siempre fuiste muy poética―río ella. ―Pero si te sirve de consuelo, el resto de las aves nos juntamos aqui una vez cada dos semanas, debemos ser discretas. Así que te avisare cuando volvamos a reunirnos.

―Te lo agradezco, Margaret―me despedí de ella con un abrazo.

―Pasaré por el club de lectura la próxima semana―exclamó de última mientras me alejaba de la mansión por el parque. 

Y el ave comenzaba a sentir la movilidad de sus alas otra vez. Junto con su manada. 

Había pasado tanto tiempo sosteniendo el vuelo sobre el océano, observando los peces abajo en sus hogares. Había pasado tanto tiempo esforzándose para llegar a algún lugar, para descansar, porque aquellos peces jamás entenderían lo doloroso que es mantenerse en vuelo sobre el océano por años, sin comida, sin compañía. Pero fue justamente cuando una criatura marina quiso comerse al ave, que está voló lo más fuerte que pudo y se alejó del océano encontrando al resto de su manada, de sus pares.

Así que como me era costumbre, corrí a casa para tomar mi libreta y escribir sobre aquella ave que volvía a descansar sintiéndose comprendida con sus pares. Corrí como aquella ave voló con su familia. No había nadie en casa y mis pies hicieron más ruido de lo esperado sobre la madera de las escaleras y el suelo. Subí al ático, tomé mi libreta que había dejado sobre mi maleta esa mañana y escribí exactamente lo que pensaba, todo aquello.

Lorelai March ⸻ LITTLE WOMENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora