››› Obligación Social (ɪx)

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El señor Loughty y yo caminamos hasta la punta del barco observando el sol brillar sobre nosotros e iluminar las velas blanca y un tanto sucias

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El señor Loughty y yo caminamos hasta la punta del barco observando el sol brillar sobre nosotros e iluminar las velas blanca y un tanto sucias.

―¿Le importa si hago un par de preguntas?―ambos nos apoyamos en el barandal mirando el horizonte y respire el aire puro que nos rodeaba con frescura.

―Adelante―sonreí cerrando mis ojos y pude sentirlo observarme.

―¿Porque siendo ustedes como mujeres tan excelentes para escribir sobre amor, les molesta que se les dedique tal género?―. El joven caballero me observó con timidez como si le aterrara cada palabra que sus labios soltaban y que el viento acariciaba. Una mezcla de sentimientos me revolvio el estomago y alze mi menton ante el horizonte para que no queden rastros físicos de mi desconcierto. Quería golpearlo, quería tirarlo por la borda y gritarle que Lory March no existía, que era un idiota que todos creyeron que era bueno solo por su género. Quería golpearlo, tomar su brazo y golpearlo inútilmente con mis puños cerrados conteniendo las historias que como mujer tuve que guardarme. Quería golpearlo con todo lo que había muerto en mis manos antes de ser escrito. Quería golpearlo con las manos que fueron cómplices de la ejecución de relatos poéticamente cautelosos que mi cerebro se negó a escribir por lo que diran, por que para ser una buena escritora debía ser un hombre.

Trague en seco una saliva sin gusto pero que costó que atravesara el desierto en mi garganta. Pero él seguía esperando una respuesta con inocencia, como si en verdad no lo entendiera.

―¿Alguna vez has querido correr con los pies atados?―pregunte pero no contestó―. Los hombres no tienen igualdad cuando a algunos de ellos se les ata los pies para correr una carrera de cien años. Pero a las mujeres no solo se les atan los pies, señor Loughty. Nosotras tenemos que correr con las manos por trescientos años sosteniendo las sogas que el resto de los hombres se quitaron al terminar su carrera.

El sonido lejano de las olas oscuras y espumosas rompiendo contra el barco era lo único que quedaba de nuestra conversación. Yo baje mi mirada a mis manos sobre la baranda esperando que haya entendido cada una de las palabras que dije, que comprendiera el peso con el que las entonaba, el dolor con el que respiraba entre ellas.

―Siempre admiré la capacidad que tienen las mujeres en la escritura de hablar y deconstruir los sentimientos sin tabúes, sin miedo, sin temor de quebrarse en cada una de sus palabras...

―Déjeme decirle que la mayoría de esas mujeres lo único que les queda en sus carrera es seguir desarrollando su capacidad para hablar sobre lo dura que es la vida siendo consideradas un objeto de sobra para esta sociedad detrás de obras que simpatizan con una ama de casa. Ni siquiera la escritora más rica se atreverá a tocar un género que es considerado tierra de hombres, y no porque eso no venda... sino porque eso la pondrá en un fogón donde toda la sociedad le lanzara piedras filosas. Crucificaran no solo su carrera sino tambien su vida. Entonces, no es necesario que venga aqui y me diga cuanto admira la capacidad de las mujeres de quedarse en su caja de cristal ¡Porque no es una capacidad, señor Loughty, es una obligación social con la que nacemos cada una de nosotras!

Mis manos apretaron el barandal y mi pecho flameaba con agitación y orgullo, pero tambien con rabia porque veía en cada una de mis palabras a Jo temiendo por cada cosa que escribía, por si sería apto para la venta y ganar un poco de dinero para ayudarnos, veía todo su esfuerzo incluso escribiendo aquello que no quería. Veía a Amy tan atada al concepto social de mujer que debía casarse, y no porque lo amara, sino porque tenía que salir de nuestra casa, tenía que casarse porque era la única forma para que como mujer pueda cumplir sus sueños. Veía a Meg que amaba a su marido y su familia pero que por las noches se preguntaba si podía hacer algo más que servir y proteger. Veía a Marmee como en lo que Meg se había convertido. Veía a Hannah y a las cientos de mujeres que se desvivían por familias que no eran las suyas. Veía a Katerina como la hermana menor que jamás podría dominar el negocio familiar por haber nacido mujer y que era vista como una fuente de ingresos económicos en cuanto se case con alguien estúpidamente rico y se vaya de su casa.

Veía a las cientos, millones de mujeres que no podía ver pero que sabía que compartían el mismo dolor al igual que el mismo cielo, que compartían el mismo pésame por sus vidas que les dieron al nacer porque sabían que no había otra forma de vivir más que la impuesta desde hace años. Y veía a las que ya no estaban, a las que se fueron sin imaginar cuánto avanzamos y cuánto nos queda por avanzar, veía a aquellas que ya no estaban pero que las habían llamado ridículas por pensar que las mujeres teníamos un lugar no solo en la sociedad sino tambien en la historia.

Y luego me veía a mi, en ese barco, compartiendo un monólogo único sobre el suplicio que significaba nacer mujer en un mundo que solo queria hombres, en un mundo de hombres, escribiendo con cobardía detrás de un nombre que no me pertenecía, con un género que no me pertenecía y con una prosa que apenas podía admitir. La ridícula era yo. Siempre lo había sido.

El señor Loughty se quedó callado y quizás un tanto atormentado por haberle elevado la voz, y si hubiera sido otro sujeto estoy segura que hubiera llamado a sus hombres para reportar el mal comportamiento de esta señorita. Pero no lo hizo. Simplemente me observó por largos minutos hasta que me disculpe y volví a mi camarote pensando en cuán pesada era la idea de revelar la inexistencia de Lory March. Me quedé allí en silencio hasta que tocaron la puerta y él volvió a aparecer.

―Solo quería procurar que estuviera bien―sonrió apretando sus labios y reconocí que su rostro solo irradiaba timidez porque probablemente era la primera vez que se acercaba a una mujer por su cuenta. 

―Lamento haberlo tratado de esa forma. No era mi intención que mis emociones...

"Que mis emociones tomen el control"

De alguna forma el señor Loughty comprendió lo desgarrador de dicha frase y se adentro dos pasos dentro de mi camarote.

―¿Puedo?―señaló el espacio en el borde de mi cama junto a mi y asenti. Cerro la puerta y se sentó a mi lado con cierta distancia de por medio que se juró a sí mismo no quebrantar. ―A veces me encantaría dejar que mis emociones tomen el mando de mi barco...―suspiro mirando hacia la pared frente a nosotros. ―Me gustaría poder dejar de ser tan racional, de fingir que han puesto piedra en mi rostro en cuanto mi madre me dio a luz. Y lo que ha dicho recién... Nadie pudo haberlo dicho mejor. Lo peor de todo es que nunca me habia dado cuenta que a veces me siento de esa forma, como si no tuviera otra opción más que seguir la norma, más que ser un hombre. Pero aun no encuentro la guia que me diga que significa ser un verdadero hombre―rió con tal gracia apenada que algo en mi se debilitó. Sentí cierto disgusto conmigo misma por haber hablado con tanto egoísmo, pero verdad. 

―Viene muy constante a mi la pregunta de cómo sería vivir en un lugar que nosotros deseamos, con quienes deseamos, donde desearamos, con lo que nosotros deseáramos. ¿Cuántos de nosotros nos volveríamos locos y cuantos no soportarían el regreso a casa? ¿Cuántos de nosotros desearan con conciencia y cuántos de nosotros simplemente serían los únicos en su paraíso?

―Es una bonita idea para escribir. "Nuestro paraíso"―susurro con melancolía y no pude evitar girar a verlo.

―Un paraíso donde ninguno de los dos tenga que ser esclavos de la sociedad con la que nació. Un paraíso donde ninguno de los dos tenga que ser prisionero del género que habita. Un paraíso donde...

―Donde sus relatos no sean cuestionados.

Lorelai March ⸻ LITTLE WOMENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora