Sicofante, abriste heridas que ya estaban cerradas,
me enseñaste que el amor era sinónimo de destrucción
y que mi belleza no me hacía especial,
me hacía ingenua.
Sicofante,
no eres como los demás,
nadie se hubiera atrevido a tanto,
fuiste una extens...
La primera vez que tus ojos se encontraron con los míos, mi pecho se llenó de una profunda soledad; nunca había percibido la necesidad de tener a alguien en mi vida, y los años en los que opté por la soledad, tomaron un nuevo significado.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, persistentes, sentí algo genuino, y sé que tú también lo sentiste, de lo contrario no te habrías acercado, ni habrías comentado sobre la forma de las escaleras.
El amor llamó a mi puerta, y al abrirle y dejarlo entrar, observó la casa en desorden y comenzó a limpiar, reacomodó los muebles que se habían movido desde la última visita, retiró la foto de quien estuvo antes, y colocó la tuya, se enamoró, y desde entonces, cada día, a cada momento, entraba al salón de mi corazón, solo para contemplar tu imagen, estudiar tus rasgos, e instarme a acercarme más a ti.
El choque que nunca ocurrió, el tacto ausente que quedó pendiente, en otro universo sucedió, pero en el nuestro, solo nos detuvimos, nos miramos, y sé que lo sentiste, ese temor idéntico, esa incomprensión y ese dolor.
Vistiendo al amor de bondad, insistiendo en que me lanzara a tus brazos, en conocerte, en enamorarnos, y tras ese primer encuentro, se sucedieron los demás.
Sicofante, nunca supe, si fue el destino, irónico y cruel, o tu deseo, de tenerme rendida a tus pies.
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