━Capítulo 18

232 17 184
                                    


¿Qué tan mal puede hacer trabajar catorce horas seguidas?

La idea de horas extras no sonaba tan mal cuando las aceptó. No le habían especificado que eran dos autos y una camioneta que se debían entregar al otro día ya listas, sin excepción y que por ende las horas que debía cubrir de más eran cinco. Pequeño detalle.

Trece horas y cuarenta y siete minutos de trabajo, con breves recesos para ir al baño y dos pausas de media hora para almorzar y cenar. Las estaba sintiendo en el cuerpo. En el dolor en las plantas de los pies por tantas horas parado, en los músculos cansados de sus brazos y en el la espalda ya contracturada por la mala posición.

Barney Barton podría decir que no hacía mal, hacía muy mal trabajar catorce horas seguidas.

Lo bueno era que estaba solo en el taller desde las ocho de la noche, se tomó el permiso de beber dos latitas de cerveza que había en el pequeño refrigerador y que escuchaba la música que quería en el maltrecho radio que estaba en el suelo, junto al regadero de herramientas y trapos sucios. Sí, había que verle lo positivo a las obligaciones: ese mes podría pagar treinta días más de la habitación que estaba rentando, pagar la deuda de la clínica médica que le comía gran parte de sus ingresos y le sobraría dinero para algún que otro gustito.

Tuvo que cancelarle la cena a Simone (bueno, no todo es tan positivo) pero podría invitarla a comer a algunos de esos restaurantes medianamente decentes al otro día. Le tenía que compensar.

Decidió que los trece minutos que le faltaba para terminar esa bendita y eterna jornada laboral los usaría para limpiar y ordenar el desorden que había hecho en su espacio. Mientras se limpiaba las manos en el fregadero se le vino una idea súbita a la cabeza de que tenía algún recuerdo de Harold haciendo lo mismo. Muy pocas veces lo había llevado a trabajar al taller mecánico con él, pero en esas escasas ocasiones Barney se había guardado en la memoria la imagen de las manos manchadas con aceite de auto de su progenitor. Pensó en que tenía muchas cosas en común con ese desgraciado: mismas manos gruesas, mismo color de pelo, se le marcaban las mismas lineas de expresión en el rostro, misma tendencia a la intolerancia ilógica y control excesivo, mismo trabajo, misma cantidad de deudas y el mismo deber de tener que trabajar como esclavo para pagarlas.

Por ahí también tenían en común que su (única) familia no lo quería. Trató de no tener tanto presente eso. La tristeza y el cansancio son tragos que no se mezclan porque juntos pegan fuerte. En otros años lo hubiera aguantado (¿acaso no lo hizo desde que se internaron en un orfanato hasta que dejó el circo?) pero ya no era tan joven como antes, el cuerpo dolía con más facilidad y las emociones se le desgastaban con la ininterrumpida ley de hielo que le aplicaba el arquero, le ignoraba hasta los mensajes más conciliadores.

Se sentía viejo. Otra cosa en común.

Por lo menos no había heredado los ataques de furia y la dependencia y abuso del alcohol, eso le había tocado a su hermanito.

Dejó listos los vehículos para entregarlos en la mañana y comenzó a levantar las herramientas del suelo. Le bajó el volumen a la radio cuando creyó escuchar que la puerta trasera se abría. No le pareció raro; Lucas, uno de los mecánicos que trabaja ahí iba a dormir al lugar cuando su esposa lo echaba de la casa, algo que pasaba seguido.

Lo oyó acercarse y sonrió de tan solo pensar que podría cargarlo y bromear con él un poco antes de irse. Lucas hablaba poco ingles y Barney poco español, pero se las arreglaban para reírse un buen rato a su manera.

Cuando llegó a su lado a Barney se le borró la sonrisa. Y no solo eso, sino que también los colores de su cara, los latidos de su corazón y se le esfumó la capacidad de pensar o razonar, porque no había forma de encontrarle sentido a lo que veía. Ese no era Lucas.

EL FIN DEL SILENCIO - clintashaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora