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Desperté por culpa de algo que me rozaba la piel magullada de los brazos, intentando curar mis heridas.

Cuando abrí los ojos, comprendí que estaba en un claro a juzgar por la luz que me rodeaba. Y que lo que sentía en mis brazos no era nada mas y nada menos que un enorme toruk blanco lamer la piel de mi brazo a través de su boca llena de dientes afilados y apestoso aliento.

El toruk pareció darse cuenta de que estaba despierta porque paró con su tarea y se separó unos metros, recostándose contra un enorme árbol milenario el cual mecía sus hojas en movimientos hipnóticos. 

Me separé de su lado intentando levantarme y correr con unas piernas de gelatina por culpa del miedo de que un toruk pudiera haberme devorado y unos pulmones todavía infectados por el humo que me hicieron toser cuando intenté tomar una honda bocanada de aire. 

Agotada por haber hecho el esfuerzo físico de reptar entre escombros y casi haber muerto entre humo, caí al suelo apenas pude sostenerme en pie. La adrenalina nublaba mis sentidos y me hacía querer huir de allí tan pronto como mis capacidades físicas me lo permitieran. 

Sin embargo, no contaba con el toruk que intentaba dejar atrás y sus enormes garras. Sus uñas se clavaron en la tierra a mi alrededor, creando una jaula que me impidió huir de una muerte segura. 

La cabeza alargada del toruk se acercó a mi, olisqueándome. Cerré los ojos y traté de imaginarme cualquier otra cosa. Tal vez si me tranquilizaba y ralentizaba los latidos de mi corazón, pensaría que estaba muerta y entonces me dejaría en paz. O tal vez me comería de inmediato y no tendría ninguna oportunidad de escapar. 

Su fuerte rugido me hizo abrir los ojos y forcejear debajo de sus enormes uñas, olvidándome de lo que fuera que tuviera en mente. 

Tras unos frustrantes minutos en los que apenas logre moverme unos centímetros tras haber hecho todo tipo de esfuerzos, me quedé quieta y observe al animal que me miraba desde arriba. Si hubiera querido devorarme, ya lo habría hecho, comprendí. 

Miré su enorme ojo blancuzco que estaba atravesado por una enorme herida que parecía bastante reciente, inentando adivinar sus intenciones. El toruk, o mejor dicho la hembra toruk, a juzgar por la forma de su cráneo, levantó sus garras de mi cuerpo y se retiró unos metros, sacudiendo su cola a su alrededor, haciendo temblar los árboles que teníamos a nuestro alrededor. 

Di gracias a que los árboles que nos rodeaban eran de tronco grueso, porque de lo contrario, la hembra hubiera derribado por lo menos cinco con sus zancadas o el látigo que tenía por cola. 

Cuando llegó a la sombra del árbol de ramas colgantes que rozaban el suelo, se sentó sobre sus dos patas traseras y me devolvió la mirada, como esperando. 

Anonadada por lo que estaba viendo, me levanté y la devolví la mirada. Sentía todo mi cuerpo temblar bajo la mirada depredadora de aquella hembra animal. Veía la furia salvaje del bosque en sus ojos y desviar la vista hacia otro sitio no era una opción. Su cuerpo entero estaba lleno de magulladoras relativamente frecuentes. Algunas de ellas, parecían muy profundas. Su pecho estaba agitado a pesar de estar quieta entre las sombras del árbol milenario. 

Cuando me quise dar cuenta, comprendí que era una hembra joven. Una desterrada la cual acababa de dejar el nido. Me obligué a inspeccionarla de nuevo, para darme cuenta de que aquella hembra había viajado un largo trecho hasta llegar a los bosques de los Shilicateyina. Su craneo alargado, sus alas escamosas algo mas gruesas que las de un toruk ordinario, los ojos rasgados, su figura menuda y la línea de dientes que me había parecido ver cuando su lengua lamía mi cuerpo me hicieron crear a toda velocidad una hipótesis de lo mas descabellada. 

Cuando mi mirada se desvió a su rostro de nuevo, vi las sombras enegrecidas de unos cuernos que no tardarían en romper la piel blanquecina para dejar ver su arma defensiva mas poderosa. 

Aquella hembra era propia de los toruk del norte. De las montañas pobladas de nieve en las que los toruk defendían el territorio con crueles batalllas de dientes y garras en las que muchos morían bien por las duras condiciones meteorológicas o bien por uno de los suyos. Eran conocidos por su ferocidad y su carácter del todo asocial con los na'vi. Si ya había pocas intervenciones entre ambas especies, con un toruk de nieve y un na'vi menos. Contaban las lenguas antiguas que solo un jefe de los clanes del norte había conseguido montarlo. Todo el mundo lo creía un salvaje por haberlo conseguido, pero lo cierto es que este jefe había sido lo suficientemente valiente como para ayudar a un toruk herido en una de las tormentas de nieve mas agresivas jamás registradas. El Olo'eyktan se ganó el favor del toruk y desde entonces, se hicieron compañeros inseparables. 

Desde entonces, contaba la leyenda que para ganarse el favor de un toruk se requería ser puro de corazón y tener una fortaleza de hierro. 

Así que prácticamente delirando y con el toruk apenas unos dos metros mas allá, avancé unos pasos, cautelosa. La hembra inclinó su cabeza, evaluando mis movimientos. Su respiración se hizo algo mas tranquila cuando quise acercarme. 

Lo hice rápido y de manera torpe, así que ella se levantó de su sitio y alargó las alas, amenazante. Un aviso. 

Reculé de inmediato, a toda prisa evitando que pudiera alcanzarme con una dentellada. La hembra sin embargo, observando mis movimientos, se permitió el lujo de alargar su cuello hacia mi, apoyada sobre sus cuatro patas. 

Su mirada se encontró con la mía e inclinó la cabeza, en forma de sumisión. No lo había tomado como un gesto amenazador, comprendí. 

Incliné yo también la cabeza, repitiendo su gesto. Oí su resoplido conforme antes de que su nariz volviera a olisquearme. Cerré los ojos, intentando no demostrar que tenía los nervios a flor de piel. Sentía mi corazón palpitar contra mis costillas y probablemente ella ya lo supiera. No había nada como el oído de un toruk. 

Cuando su piel fría y escamosa acarició mi mejilla, sentí como la piel de mi cuerpo se erizaba, reaccionando a un estímulo al que jamás había sido expuesto. Incliné a un lado la cabeza, siguiendo el movimiento de su cuello, moviéndome con ella. 

De un momento a otro, su cuerpo había creado una cárcel blanca a mi alrededor que me protegía del exterior. Una de sus alas se elevó tan alto como las copas de los árboles, protegiéndonos a ambas de la luz del sol. Vi el destello de sus ojos conectar con los míos antes de que su rostro quedara a escasos centímetros del mío. Su respiración, acompasada con la mía, me hizo reunir las fuerzas para elevar una mano, despacio; mientras la otra descansaba en mi pecho. 

Dos de mis dedos tocaron mi frente antes de señalarla a ella, "te veo" la había dicho. Una ráfaga de viento acarició mis trenzas y se enrolló a mi alrededor antes de envolverla también a ella. Comprendí que la había escuchado cuando sus orejas puntiagudas, de las que nacían aquellas protuberancias alargadas que permitían al jinete conectar con su montura; moverse súbitamente, captando un cambio en el ambiente. 

Fue entonces cuando la Gran Madre nos conectó: sus ojos se cerraron en un gesto de calma infinita y su cabeza acarició la palma de mi mano, que había quedado suspendida en el aire. 

Estando en shock todavía, mi mano acarició el puente de su nariz y la piel blanca que separaba sus ojos y se tornaba ligeramente mas grisácea en la zona de sus cuernos. Noté su respiración contra mi mano, tranquila. Apaciguada. 

Mi frente se posó en su cabeza y me permití el lujo de cerrar los ojos durante un instante para escuchar su respiración. Oía el latido de su corazón, potente, entre sus costillas. Oía a los insectos a nuestro alrededor y a las criaturas del bosque rodearnos, observando aquella escena. Oía el viento que traía el mensaje de orgullo de la Gran Madre consigo. 

Guerrero del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora