El despertar

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A veces el dolor profundo vuelve vulnerable nuestra mente, pero la aceptación puede ayudarnos a sanar

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A veces el dolor profundo vuelve vulnerable nuestra mente, pero la aceptación puede ayudarnos a sanar.


Las frías cadenas de acero se clavaron en mis muñecas y tobillos magullados. Mi garganta parecía un desierto árido y sediento, ansiosa de cualquier gota de agua que mitigara su ardor.

Había pasado horas rascando las paredes de mi confinamiento, con los dedos doliéndome de tanto hacerlo. No podía ni sentarme; el espacio reducido no me lo permitía. Exploré a tientas con manos temblorosas, tratando de comprender dónde me encontraba.

Para horror mío, caí en cuenta de que estaba dentro de un ataúd. ¡Iban a enterrarme viva!

«¡No, no, no!»

Mis pulmones ardían en llamas, exigiendo aire donde no lo había. Imaginé la tierra arremolinándose sobre mi féretro, enterrándome viva bajo toneladas de su manto. El pánico se adueñó de mí al evocar esa visión tan aterradora.

Fue entonces cuando los escuché. Voces airadas se filtraban hasta mi prisión, parecía una discusión de pareja.

Rasgué con angustia el acolchado de las paredes. Pequeños pedazos de pelusa volaron por doquier, pegándose a mi piel y cabello. El reloj corría en mi contra y la claustrofobia crecía a medida que el poco aire se hacía irrespirable. Me asfixiaría si no lograba escapar pronto.

—¡Ayuda! —aullé con todas las fuerzas de mis pulmones—. ¡Estoy viva aún! ¡No vayan a enterrarme!

Mis gritos parecieron ahogarse en el ataúd. Permanecí inmóvil, aguzando el oído para captar lo más mínimo.

No se escuchaba nada.

Seguí rasgando hasta que llegué a dónde se suponía debía estar la madera.

No era eso.

Era metal. Frío, hostil metal.

—¡Por favor que alguien me saque de aquí! —sollocé implorante, la falta de aire hacía que mi pecho se contrajera en espasmos.

Golpeé con los puños la superficie, esperando en vano una respuesta y mi desesperación crecía con cada latido.

—¡Ayuda! ¡No quiero morir aquí! —hipé con angustia.

El sonido de pasos firmes acercándose me llenó de esperanza.

—Ya despertó —dijo una voz femenina, cuya voz juraba que la había oído antes en algún lugar.

Golpeé de nuevo. Escuché el tintineo de una cadena y el chirrido de la tapa del ataúd al abrirse.

—¡Estoy viva! —grité como para que se aseguraran de que en verdad lo estaba. Abrí la boca e inspiré con ansia el aire que se precipitó dentro, llenando mis pulmones—. Muchas gracias, no podía respirar.

Eterna Oscuridad: La vida después de la muerte ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora