De vuelta a ella

125 34 53
                                    

El amor verdadero trasciende toda barrera y encuentra el camino para reunir de nuevo las almas gemelas.


¿Qué si me he enamorado?

Sí, una vez.

Es una recurrencia peculiar, los hermanos tienden a enamorarse de las amigas de sus hermanas. Tal fue mi caso con Harriet, una joven que irrumpió en mi vida de la mano de mi querida hermana mayor, Rebecca, solían compartir lecturas y lecciones mientras yo las observaba a hurtadillas desde un rincón.

Su sola presencia me sobrecogía e iluminaba toda estancia que cruzaba. Me embelesaban sus rizos castaños que se mecían con gracia a su andar, la dulzura de su mirada café, su risa que inundaba la habitación como la melodía más pura.

Al quedar frente a frente, las palabras se me atascaban en la garganta, me esforzaba en balbucear una frase educada que degeneraba en un montón de sonidos incoherentes. Rebecca y Harriet compartían una risita cómplice al ver mi confusión. Mis orejas enrojecidas de la vergüenza me delataban, haciendo su burla más evidente.

Pero en la velada de su presentación a la sociedad, a sus dieciséis, junté el valor para pedirle el próximo baile. Cuando sus preciosos ojos se posaron en mí, pensé que me rechazaría. Para mi grata sorpresa, aceptó.

La tomé en mis brazos y nos unimos al resto de las parejas en la pista. Ella se movía con la gracia de una pluma flotando en el viento, mientras que yo tropezaba con cada paso. Mi torpeza me abrumaba y me sentía como un idiota, incapaz de igualar su elegancia, pero al mirarla, vi la ternura en sus ojos y supe que mis pasos torpes le habían arrancado una sonrisa.

—No se preocupe —dijo con calidez—. Si practica mucho más, mejorará en el arte de la danza.

Desde entonces nuestra amistad floreció. Siempre buscaba excusas para estar cerca de mis hermanas y de ella, queriendo escuchar su risa que iluminaba mi día. Además, me fascinaba verla trabajar en sus dibujos, en los que plasmaba paisajes y retratos de una forma asombrosa.

Poco a poco me daba cuenta de que me había enamorado, y mi corazón punzaba al pensar en la posibilidad de que ella nunca llegara a amarme de la misma manera.

Mis hermanas conocían mis sentimientos por Harriet y, en secreto, me ayudaban, cada una a su manera: Rebecca la invitaba a casa, mientras Lilyann, mi pequeña y astuta cómplice de apenas diez años, con ágiles inventos, nos dejaba a solas.

Gracias a sus argucias, Harriet y yo ya habíamos compartido paseos en solitario y conversaciones que enriquecían mi alma. En su compañía, todo lo demás parecía desaparecer y sólo su presencia me importaba. Me maravillaba la facilidad con la que compartía sus pensamientos y sentimientos más profundos. Cada día que pasaba me hacía desear que nuestras almas permanecieran unidas mucho más allá de una sola vida.

Un día, durante una excursión campestre, reuní el coraje para confesarle mi amor y, para mi dicha, ella me correspondió con la misma intensidad.

—En cuanto tenga la edad adecuada, pediré su mano en matrimonio —prometí, emocionado—. Mientras tanto, procure no comprometerse con nadie más.

Harriet me miró con sus ojos cafés brillando como nunca.

—Lo prometo, señor Edevane —garantizó con una sonrisa, se puso de puntillas y me entregó un beso cargado de la anticipación del futuro que nos aguardaba juntos.

Con la perspectiva que da el tiempo, veo que aquella promesa era vacía. Pues ella era mayor que yo y, pronto, llegó a la edad casadera. Me enteré, cuando yo tenía dieciséis y ella dieciocho, que contraería nupcias con un vizconde e iría a vivir a Londres.

Eterna Oscuridad: La vida después de la muerte ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora