𝗰𝗮𝗽𝗶𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟰: 𝗽𝗿𝗶𝘃𝗶𝗹𝗲𝗴𝗶𝗼𝘀

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El señor Brooks se retorcía de angustia en su despacho. Parecía que se le venía el mundo encima y no era para menos: habíamos secuestrado a su única hija. La corte de señores que lo acompañaban en aquel fatídico momento asentía a sus quejas y lloros sin mediar palabra, porque estaba enfadado y, si alguno de ellos respiraba más fuerte de lo normal, la furia de Malcolm Brooks caería sobre ellos como aceite hirviendo.

Señor, ¿podemos ayudar en algo? —Preguntó uno de los altos cargos del ejército. Por el tono de voz pausado e inocente que usó, uno nunca pensaría que ese hombre se dedicaba a ordenar torturas a gente inocente.

—¡Cómo coño han entrado en la Villa sin llamar la atención! Eso quiero saber, ¿puedes darme una respuesta? ¿Puedes darme la respuesta a la pregunta 'CÓMO COÑO HAN ENTRADO ESOS PUTOS COMUNISTAS'? —Gritaba fuera de sí, tirándole el puro a la cara—. Y tú, pedazo de imbécil. —Señaló a su yerno, que parecía aterrado, sentado en una silla y haciéndose pequeño—. ¿Cómo has dejado que se lleven A TU MUJER? —Enfatizó, dándole un bofetón en la cara—. Pedazo de mierda.

—Ahora resulta que querer respetar los derechos humanos es ser comunista —farfulló Willa, que se sentó en el sillón que había detrás—. Toma, cerveza de remolacha. Nos han dado un poco los campesinos cuando hemos repartido hoy la carne.

—Gente de bien —añadí, dándole un sorbo que tiñó de púrpura mis labios—. Brooks está bien jodido. No sabe por dónde le vienen los tiros. Escucha.

Brooks parecía perder el control, así que se acercó a su mesa y apoyó las manos en los bordes, agachando la cabeza. No podía controlar lo que venía porque él estaba por encima del bien y del mal. Él era la ley, él era Dios. Agarrarle de los pies y bajarlo a la Tierra con el secuestro de su hija fue justicia divina.

Ver su cara de rabia y su dolor no mitigaba el que yo sentía enterrado en mi pecho como un maremágnum de espinas que me rasgaba hasta la garganta. Lo único que le haría sufrir de la misma manera que yo sería perder a su hija y encontrarla en mitad del bosque, tirada en el suelo y con la cabeza arrancada de cuajo. Violada. Mutilada.

Pero esto no era una venganza. No era rencor. No era revancha. Esto era necesario para sobrevivir porque el pueblo se moría. Porque la esperanza de vida no llegaba a los setenta años y los niños no salían a jugar a la calle porque no tenían fuerzas para levantarse de la cama por la hambruna que los asolaba.

Brooks tenía suerte de que pidiésemos justicia y no venganza.

—Jayden, la reclusa te reclama. Dice que tiene hambre. —Patricia se reía al decírmelo, aunque a mí no me hacía ninguna gracia.

Agarré un plato de gachas preparadas y bajé hasta la última planta: el sótano de celdas. Una voz inundaba el pasillo, cantaba con alegría y parecía querer sacarme de mis casillas. Allí estaba ella, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras canturreaba aquella cancioncilla.

Abrí la puerta y le lancé un plato de gachas dentro.

—Come.

—Ugh, ¿qué es esto? ¿Vómito? —Apartó el plato con el desprecio típico de su clase.

—Es lo que come la gente que te da de comer. Esa que trabaja en el cultivo de tu marido. Cómetelo y da gracias.

—¿Gracias por esta porquería? No —negó, cruzándose de brazos y mirando a la pared—. ¿No tienes salmón por aquí? Robaste un camión entero de salmón, algo te quedaría. —Se notaba cuándo su risa era falsa y ni siquiera había conocido su verdadera risa—. Y, por cierto, yo no soy el pueblo, así que ni se te ocurra tratarme así.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón y rebusqué hasta encontrar la llave de la celda. Mirándola a los ojos abrí la puerta y di dos pasos tan fuertes que, instantáneamente, se puso de pie con las manos en la espalda.

cielos de cenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora