𝗰𝗮𝗽𝗶𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟭𝟵: 𝗮𝗹 𝘃𝗮𝗰𝗶́𝗼

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Genial. El labio partido, una brecha en la mejilla y el tobillo dolorido por una broma que ni siquiera iba con esa intención. Maravilloso.

No me faltaban ganas de ir tras ella, atraparla y hacerle saber que jamás debería haberme hecho eso y menos por una razón tan inútil y tonta como una maldita broma que no había sido capaz de pillar, pero entendía el trauma y entendía el dolor. Sabía que algún día explotaría y que el puñal que yo veía clavado en sus ojos acabaría rebosando por cada poro de su piel, así que seguía sus pasos pesados y cansados por la arena.

No me importaban los golpes, tampoco los insultos, me importaba que sus últimas palabras fuesen "espero que te mueras pronto", porque no es lo mismo un "ojalá" que "espero", y ni mucho menos es una frase superficial que se dice a lo loco cuando añades ese "pronto". Algo rápido, inmediato, imperante. Algo que no puede esperar de lo mucho que lo deseas.

Todos tenemos un cometido en la vida y el mío me lo habían enseñado en cuanto entré por las puertas de la base del Bosque: para luchar hay que saber cuándo morir. Todos sabíamos que nuestro destino no era formar una familia o enamorarnos, todos sabíamos que para nosotros no cabía la esperanza de un futuro mejor, porque para que el futuro de la gente fuese posible, debíamos morir nosotros.

Otros intentarían apartarse del ejército y empezar una nueva vida en otra parte del mundo, pero yo no sabía vivir en un sitio que no fuese la base. No sabía vivir si no era en un mundo militar. No sabía vivir sin obedecer. No sabía vivir sin armas, sin fuego, sin golpes, sin lucha. Había nacido para servir allí, pero si ya no servía era un estorbo más y ahora solo era una complicación en los Cabezas Rojas, una pieza impulsiva y visceral que no encajaba. Nunca lo hice. Nunca lo haría.

La noche caía y ella se paró en una gran roca, a lo lejos, esperando a que yo llegase. Ninguna de las dos dijo una palabra, ella esperó a que yo hiciese una hoguera y calentase el maíz y la carne en conserva, pero no tenía hambre.

Mientras se calentaba, me quité la bota de la pierna y observé el tobillo hinchado por su pisotón. Había sido un buen golpe, pero no tan duro como que me gritase la verdad de mi futuro en los próximos días.

Ella se tumbó sobre la mochila, dándome la espalda, y yo observé la noche eterna e infinita que era ese campo de estrellas. Me preguntaba si alguna de esas estrellas sería mi madre, si me miraba dormir por las noches cuando no podía decepcionarla. Me preguntaba si Malcolm Brooks se arrepentía de haberla matado delante de mis ojos sin compasión laguna y si los remordimientos le comían por la noche cuando recordaba cómo asesinó al hijo de Willa.

Aproveché que ella dormía e intenté curarme las heridas de la cara y dejar mi pie al aire para que se desinflamase en lo que restaba de noche.

Con la luz del día Quinn se removió y despertó con la vista fija en el amanecer. Parecía haberse quedado embelesada con el sol y sus tonos púrpura antes de que las temperaturas comenzasen a subir de nuevo.

Me dolía mirarla porque, ilusa de mí, pensaba que habíamos empezado a congeniar, a preocuparnos la una por la otra y no era así. La realidad era que no tenía a nadie y nadie quería tenerme a mí.

—Siento lo que dije ayer, te pido perdón —zanjé el tema, recogiendo la mochila y cargándomela al hombro.

—Mmh. Gracias.

Mi único objetivo era llevar a Quinn hasta Willa. Le serviría para los Cabezas Rojas. Era inteligente y sabía afrontar los problemas sin golpear primero, porque soldados duchos en la lucha había en cada esquina, pero soldados clarividentes escaseaban.

Bajo el sol que hacía crepitar mi piel, andar cojeando en un camino terroso y empedrado no era la mejor opción, y mucho menos si en el camino había que sortear serpientes o cactus.

cielos de cenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora