𝗰𝗮𝗽𝗶́𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟵: 𝗲𝗺𝗯𝗼𝘀𝗰𝗮𝗱𝗮

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—Te ha llamado jovencita —dije riéndome a carcajadas, acompañada de las carcajadas de las demás—. Una señora de novecientos años te ha llamado jovencita —repetí, riéndome más alto aún. No iba a dejar de hacerme gracia nunca, ¿Willa jovencita?

—Tengo cincuenta años, ni que tuviese ochenta. Además, ya quisiera la mitad de la gente de cincuenta años estar como yo —replicó, defendiéndose, hasta que nosotras asentimos, dándole la razón.

Luego, silencio. Los silencios en la ruta eran largos y confortables. No solíamos hablar mucho sobre nosotras, nos conformábamos con mirar el paisaje que iba cambiando a cada kilómetro que recorríamos.

Una mirada me sacó del trance, la de Mads. Me observaba desde su caballo, como si quisiera saber lo que estaba pensando, pero a mí esas cosas me daban repelús.

La tarde se hizo larga, espesa, lánguida. Incluso a mí se me estaba haciendo larga la ruta, pero a Quinn comenzaban a hacerle daño de verdad los pequeños botes del trote en el caballo. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Ponerle una mantita debajo del culo para que no le doliese? ¿Un cojín que amortiguase los golpecitos de su culo de sangre real?

A decir verdad, no era una rehén que se quejase mucho. Aguantaba el dolor de piernas y de espaldas, incluso los raspones que tenía en el antebrazo. Tampoco se puso a llorar totalmente descontrolada cuando se enteró de la presencia de los infectados.

Quizás Willa tenía razón. Quizás estaba siendo injusta con ella al juzgarla premeditadamente por ser hija de quién era. Quizás, al llegar a la base, le quitaría las cuerdas que ataban sus manos desde hacía ya dos días.

Pero los tintes púrpuras del atardecer no iban a traernos nada bueno.

A lo lejos ya veíamos la gran roca que cubría la puerta de la segunda Base. Estábamos cerca, así que comenzamos a cabalgar a nuestro punto de encuentro. Ya soñábamos con una buena ducha, algo de descanso y volver a la Villa con un buen número de efectivos con el que poder combatir.

A Willa le brillaban los ojos y sonreíamos con el viento dándonos en la cara, pensando en llegar y ver a nuestros camaradas que nos recibirían con los brazos abiertos, pero, esta vez, al bajar de los caballos y golpear la enorme puerta de hierro que se escondía tras la roca, nadie respondió.

—Es imposible que nadie nos escuche, hay un sistema de alarma que avisa cada vez que alguien quiere entrar —replicó Mads, que se recogía la melena cobriza en un moño bien apretado.

—No me jodas que vamos a tener que ir hasta El Desierto —me quejé, pasándome las manos por mi pelo, apartándolo de mi frente durante unos segundos.

—No, al único sitio que vais a ir es al infierno.

Esa voz masculina, autoritaria y penitente venía desde nuestra espalda. Nos giramos al instante y unos ocho militares del ejército estaban allí, subidos a sus caballos, con las pistolas apuntando hacia nosotras.

—Lo primero que vamos a hacer es... —Tras decir esto, los ocho apuntaron a nuestros caballos, les dispararon en las patas y, seguidamente, en la cabeza.

En ese momento, aproveché para sacar el subfusil que llevaba a mi espalda, al igual que mis compañeras.

—Hacemos un trato, os dejamos a la chica y dejáis que nos marchemos —ofreció Willa, que no bajó su pistola en ningún momento. Era regia, fuerte y de merecido respeto, así que cuando los ocho se echaron a reír por el ofrecimiento, me ofendí.

—¿De qué coño os reís? Porque cuando os clave una bala en la frente no os va a hacer tanta gracia —escupí.

Uno de ellos se quitó el casco del uniforme, moviendo la melena al viento que se había dejado crecer. Quinn me agarró de la muñeca con ambas manos y se colocó detrás de mí. Tenía miedo. Temía al ejército de su propio padre.

cielos de cenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora