Una bocanada de vómito subía por mi garganta hasta precipitarse por mi boca y mi nariz. Recobré la consciencia, estaba de costado en el suelo y una mano me sujetaba la cabeza para mantener mi cuello rígido. Escuché su respiración cansada, pesada, y un atisbo de risa al escucharme vomitar.
Solo abrí los ojos cuando mi cuerpo estuvo bocarriba para encontrarme con aquellos ojos miel y chispeantes que, entre los moratones y los cortes que había sufrido su cara, se achicaban porque su boca formaba una tierna sonrisa.
—Quinn —jadeó, apoyando su cabeza sobre mi abdomen, casi dejándose caer vencida por el cansancio—. Casi me matas del susto —masculló con la respiración tan agitada que apenas podía escuchar lo que decían sus palabras.
Y mi nombre sonaba suave, casi dibujado por sus labios.
—Ay, Jay... —Murmuré, llevando una mano lacia y pesada hasta su nuca, dándole un apretón tan débil que apuesto porque ni siquiera lo notó.
Se incorporó y volvió a colocar su cara frente a la mía, mirándome desde arriba con una sonrisa. El colgante metálico de su cuello se balanceaba delante de mis ojos. Las gotas, que caían por las puntas de su flequillo y desde su nariz hasta chocar en mi pecho, me hicieron reaccionar y darme cuenta de lo que realmente estaba pasando. Casi me muero ahogada. La sensación de los pulmones ardiendo volvió a mi memoria como un vago recuerdo rescatado de una pesadilla y llevé la mano a su brazo, agarrándolo con fuerza, casi clavando mis uñas en el oso dibujado en su piel. Tomé impulso e intenté levantarme del suelo, a lo que Jayden soltó una carcajada.
—Despacio, rubia, ni siquiera me he recuperado yo.
Quedé sentada en el suelo y sus brazos, que me sostenían para no caer tumbada al suelo, se me antojaron un lugar donde nunca había peligro. Me sentía a salvo, me sentía protegida, sentía que era mi red cuando caía.
Pasé mis manos por su cuello y la abracé, apoyando mi cabeza en su hombro y dejando que el tiempo y el silencio pasasen entre nosotras como si fuese algo normal, como si a ninguna de las dos nos pareciese raro abrazarnos después de habernos odiado.
Reparé en el colgante metálico que llevaba escondido bajo la camiseta y que en todo aquel viaje no me había fijado. Agarré las dos plaquitas y las apreté contra su pecho, sintiendo el latir de su corazón contra ellas. Seguía aquí, seguíamos aquí.
—Hueles fatal... —Fruncí el ceño y me separé de ella, dándole un suave empujón cariñoso para que se apartase.
—Oh, genial. Te saco del fondo del río y lo primero que me dices es que huelo mal. —Parecía quejarse, pero fue solo por un momento porque esa risa raspada y sarcástica salió a relucir un segundo después.
Su risa. La media sonrisa que se forzaba por esconder. Sus brazos que me sostenían para no caer en la tierra. Anclé mis dedos a sus hombros en un abrazo desesperado y agónico que acabó con mis lágrimas mezclándose con el agua dulce que aún resbalaba por su cuello. No sabía por qué lloraba, no sabía por qué mis ojos habían decidido estallar en un llanto sobrecogedor al sentirme viva. Quería estar viva, pero por poco rocé las puertas del averno y Jayden estaba allí para alejarme de las lenguas de fuego una vez más.
Me derrumbé porque por primera vez me sentía a salvo para poder hacerlo. Me dejé caer en su pecho, en el resguardo cálido de sus brazos y la seguridad de estos.
—¿Tan mal huelo? —Su sentido del humor me arrancó una sonrisa en mitad del llanto, y poco a poco me calmé.
Jayden me agarró de los brazos y ayudó a que me levantase del suelo, preocupándose por sacudirme la ropa.
—No tienes que hacer eso.
—Lo sé —respondió, alzando los hombros. Lo hacía porque quería. Porque le apetecía—. ¿Estás mejor? —Me agarró las mejillas y, alargando los pulgares, me limpió las lágrimas que humedecían la parte inferior de mis ojos.
ESTÁS LEYENDO
cielos de ceniza
RomantizmEn un mundo destruido después de la guerra fría el pueblo se muere de hambre mientras trabajan de sol a sol para dar de comer a lo ricos. Solo los Cabezas Rojas tienen el valor para enfrentarse a aquellos que viven en la Villa Verde y harán lo que h...