—Hemos descubierto quién es el vigilante que estará hoy en la puerta. Se llama Ben Henderson, tiene dos hijas y una mujer que trabaja en el cultivo de los McIntosh —comentaba Patricia desde el asiento del conductor.
Willa y yo nos mirábamos frente a frente en el camión. Aún olía al hedor nauseabundo del pescado que venía de caladeros y que, con el calor de la primavera, empezaba a emanar ese olor putrefacto que envolvía el ambiente.
El localizador de Quinn aún se situaba en su casa. Quizás se estaría preparando para salir o quizás había cambiado de opinión. Los planes siempre tenían un componente azaroso y poco deliberado en el que intervenía la suerte. Era una moneda lanzada al aire de la que esperabas que cayese de tu parte.
La nuca me sudaba y la frente también. El chaleco antibalas, la chaqueta negra y los pantalones militares absorbían tanto el calor que estábamos a un minuto de una lipotimia allí dentro.
El sudor caía por mi espina dorsal hasta llegar al cinturón de cuero que sujetaba mi pantalón y un escalofrío me recorría todo el cuerpo hasta hacerme temblar las manos. Las apreté contra el arma hasta que mis nudillos se tornaron de un blanco amarillento que presagiaba lo peor. Porque debería ser fácil, si no nos dejábamos ningún cabo suelto, claro.
El sonido del rastreador comenzó a picotear en nuestros oídos a medida que comenzaban a caminar. No había nervios, había tensión. Incertidumbre. Miradas de soslayo que precedían una avalancha de sucesos impredecibles que darían un vuelco a la vida de toda la comunidad. Era eso lo que pretendíamos, ¿no? Cambiar las tornas. Hacer que hincasen la rodilla ante nosotros, porque el pueblo es del pueblo, no de unos tiranos.
—Adelante, Patt.
Di la señal y el camino hasta la puerta de entrada a la Villa se hizo corto. Tan corto, que cuando quise darme cuenta la seguridad ya estaba aporreando el camión para ver si había algo ilegal dentro.
Me bajé el pasamontaña y, en cuanto abrió la puerta, Willa y yo tiramos de sus brazos para meter al hombre que tanteaba la mercancía. Intentó gritar, pero mi mano lo estampó contra la pared del camión.
—Cuando salgas ahí, tú no has visto nada, ¿vale, Ben? Porque tú no quieres que tu mujer tenga un accidente en el trabajo, ¿cierto? —Fui quitando la mano de su boca a medida que avanzaba su discurso. Él negó rápidamente.
—No, señora. —Su cabeza parecía estar automatizada.
—Bien. Porque esto lo hacemos por gente como tu mujer.
—Pero... —replicó Ben. Saqué la pistola y apunté a su cabeza.
—Sal ahí y di que todo va perfectamente, porque si no lo haces tu mujer va a seguir en la mierda, tus hijas van a morir de hambre y no vamos a poder hacer nada. Así que sal del puto camión y di que todo está bien.
Salió corriendo del camión, cerrando las puertas, y aunque sus palabras intentaban sonar tranquilizadoras con un "todo bien, adelante", quedaba un resquicio de miedo y temblor en su voz que nadie denotó.
El camión volvió a arrancar, y entonces comenzaba el riesgo.
—Chicas, en quinientos metros estamos. Preparadas. —Patricia conducía a la vez que miraba el localizador que se mostraba en la pequeña pantalla del dispositivo integrado al camión.
Nos pusimos en pie, Willa y yo chocamos los codos frente a la puerta del camión, esperando la señal.
—Están cruzando la calle. En cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno... —Patricia hizo un gesto con el brazo, indicándonos que podíamos proceder.
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cielos de ceniza
RomansaEn un mundo destruido después de la guerra fría el pueblo se muere de hambre mientras trabajan de sol a sol para dar de comer a lo ricos. Solo los Cabezas Rojas tienen el valor para enfrentarse a aquellos que viven en la Villa Verde y harán lo que h...