𝗰𝗮𝗽𝗶𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟭𝟰: 𝗲𝗹 𝗺𝗮𝗶́𝘇

720 103 7
                                    

—¡WILLA! —Grité con los pulmones llenos de oxígeno—. ¡PATT!

—Siento romperte el sueño, pero ¿las ves por alguna parte? —Quinn señaló a su alrededor, donde la llanura se extendía clara y vasta hasta el horizonte—. Exacto, porque no están.

Mi cabeza se preocupaba más de lo necesario por todo, incluso por cosas que jamás pasarían. Así era mi enrevesada y compleja mente en la que no había cabida para la esperanza, porque en mi interior el final de este viaje acababa con mi muerte o la de Willa y esperaba que fuese la mía porque ese era el único sentido de mi vida: cumplir órdenes y morir si era necesario.

—¿Dónde estamos? —Preguntó ella, aturdida, con la mano puesta sobre los ojos para atenuar la luz del sol que llegaba a sus ojos.

—En mitad del antiguo estado de Wyoming, en plena Llanura.

—¿Algún animal mortífero o lluvia tóxica de la que deba saber? —Preguntó con esa ironía que dejaba una picazón en la parte superior de la garganta con ganas de responderle y sellarle los labios con una respuesta contundente.

—El único animal mortífero que hay por aquí soy yo, así que disfruta un poco de tu silencio.

—¿Es una amenaza? ¿Una advertencia? ¿Vas a matarme? —Inquirió ella, acelerando el paso para intentar alcanzarme.

—Tienes unas ideas un tanto sádicas —contesté.

—Dice la que mata soldados. —Sacudió la cabeza con sarcasmo y un movimiento de ojos que denotaban sus gestos.

—Mira, como no cierres la maldita boca de una vez vuelvo a ponerte las esposas. —Quinn frunció el ceño, molesta por mi represalia, y siguió caminando.

Evitaba mi mirada al andar, observaba el horizonte rubescente anclado a la línea ocre de la maleza espesa que se extendía hasta donde la vista no alcanzaba a ver. En sus ojos apareció de nuevo ese rastro de dolor que había intentado evitar enfrentándose conmigo. Me preguntaba qué escondería su corazón, qué era lo que empezaba a desgarrarla por dentro cuando la retenía el silencio.

La calma de aquel momento me trasportó a fugaces recuerdos de mi infancia que aparecían flashes de luz en mitad de una oscuridad que apenas me dejaba vislumbrar la vida antes de entrar en Los Cabezas Rojas.

Calma.

Tranquilidad.

El olor de los pinos al atardecer.

Un beso de un rostro borroso en la cabeza.

El olor al jabón que desprendía mi ropa.

El sonido de un disparo.

Un grito.

El ambiente estaba enrarecido. Dejaron de escucharse los pájaros, dejó de soplar el viento y las finas hojas de la hierba alta pararon de rozar entre ellas y crear su melodía sedante.

Sentí la mano de Quinn agarrar la mía y clavar sus uñas en el dorso de mi mano con tanta fuerza que creí que iba a desgarrarme la piel allí mismo.

De entre los campos de maíz las cabezas putrefactas de los infectados comenzaron a salir al son de la noche, danzando de forma maquiavélica con sus pies descompuestos sobre la tierra seca del camino.

No era uno, no eran dos, no eran tres. No los pude contar en ese instante, pero había los suficientes como para no dejar ni un pedazo de carne pegada a nuestros huesos.

Agaché la boca a su oído y musité:

—Despacio...

Quinn entendió lo que quise decir al mirar mis botas, que se colocaban lentamente sobre el suelo, centímetro a centímetro, intentando ganar terreno para sumergirnos en la hierba y encontrar un resquicio de oscuridad por donde escapar.

cielos de cenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora