𝗰𝗮𝗽𝗶́𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟴: 𝗹𝗮𝘀 𝗰𝗮𝘀𝘂𝗮𝗹𝗶𝗱𝗮𝗱𝗲𝘀 𝗻𝗼 𝗲𝘅𝗶𝘀𝘁𝗲𝗻

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La vi venir con los ojos en blanco y bufando. Lo que le acababa de decir su superior no lo había hecho mucha gracia y supuse que tendría consecuencias en mi persona.

Me recompuse, erguí mi cuerpo y saqué pecho, esperando ver qué tortura nueva me esperaba ese día de caminata. Cerré los ojos, solté el aire que había tomado y esperé a escuchar su voz ruda y arrogante.

—¿Subes o no? —Ella ya se acomodaba en la silla de su caballo, colocando la mochila sujeta a los estribos para no cargar con ella.

—Voy.

El cuerpo aún no se me había recompuesto de lo vivido el día anterior. Aparentemente había infectados. Gente infectada, gente que parecía estar muerta y en estado de descomposición. ¿Me iba a explicar alguien aquello o era algo normal que me habían ocultado? Porque cuando Jayden pareció explicárselo a sus compañeras, ninguna se extrañó de la existencia de aquella criatura.

Mi padre tampoco me contó que los aldeanos vestían con prendas hechas a partir de sacos de patata. Ni que había niños como yo ahí fuera. Su descripción del mundo fuera de los muros de la Villa era un mundo destruido y devastado, lleno de ladrones y bestias. Pero lo que yo veía no era eso. La naturaleza florecía más verde que nunca, animales que parecían disfrutar de los bosques y agua que brotaba en todas partes.

Pararon a beber agua de un riachuelo que surcaba las raíces salientes de los árboles, pero yo no bajé del caballo. Creía que estaba prohibido que me moviese de allí e intentase algún movimiento, pero Jayden llegó con la cantimplora repleta de agua hasta el filo, acercándomela.

—Toma —ofreció, y con las manos atadas la sostuve como buenamente pude, tragando a sorbos grandes para no hacer que perdiese tiempo. Agaché la cabeza y, lo que sobró, lo vertí por mi nuca para refrescar mi cabeza y mi espalda.

—Gracias —agradecí, pasándome las manos mojadas por la cara.

Jayden no dijo 'de nada', ni ninguna otra palabra que pudiese iniciar una conversación amable.

El camino era, en su mayor parte, aburrido. Me entretenía mirando los árboles, pero, cuando llevaba un rato viendo plantas, troncos y animalitos saltarines, me aburría, así que comencé a observar los tatuajes que Jayden tenía sellados en sus brazos.

Bajo esa camiseta de manga corta con un doblez apretado contra sus bíceps, se escondían dibujos que yo desconocía. En su brazo izquierdo tenía tatuada una mujer de ojos incisivos y acusadores, rodeada por su cabello hecho de serpientes. No logré ver lo que había en la cara interior del brazo, pero sí lo que había tatuado en su antebrazo: una señora portando una bandera, con las vestiduras rasgadas y rodeada de una multitud que la acompañaban. Al soltar el brazo y dejarlo caer para conducir las riendas con uno solo, pude ver que en el codo tenía tatuada a la que parecía una diosa de los antiguos griegos.

El brazo derecho era mucho más liviano. En su bíceps tenía tatuado un oso que miraba desafiante a quien se atreviese a observarlo; en la fosa del codo tenía tatuado un ojo de mujer, y en el antebrazo unas dagas, la balanza de la justicia y un sol.

Mi padre decía que la mala gente siempre llevaba tatuajes. Los ladrones llevaban tatuajes. Los asesinos llevaban tatuajes. Los violadores llevaban tatuajes. Pero a mí Jayden no me parecía ninguna de esas cosas. Me parecía una imbécil, arrogante, pedante y moralista de cuidado, pero para nada una criminal. Al menos, yo no la había visto matar a nadie.

—Estos campos de cultivo están vacíos —comunicó la General, que se tomó su tiempo para rondarlos.

—Quizás ya no produzcan nada —apuntó Mads, parando su caballo a la vez que Willa.

cielos de cenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora