Paseo.

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POV JESSICA

—¿Quién ha sido el gilipollas?

—Agente... Nuñez, de la comisaría de San Luis del Pompeya. Al Norte del país —leyó Jaime—. ¿Qué sugieres que hagamos?

—¿Despedirle? —pregunté aún sabiendo que eso no iba a ser posible—. Yo qué sé, mándale a patrullar a un pueblo perdido de la mano de Dios, donde no pueda suceder nada y que no la vuelva a cagar.

—Le voy a hacer venir contigo para que entienda muy bien la gravedad de sus actos, y después, le mandaré dónde tú me digas.

Asentí atontándolo en mi móvil, concretamente en una aplicación que tenía compartida con Victoria, mi secretaria; de esa manera, ella lo vería y lo organizaría perfectamente en mi agenda para que a mí solo me saltase el aviso cuando fuera que tuviera la reunión.

—¿Necesitas algo más? —pregunté incorporándome—. Sam tiene que estar al caer. Le había prometido a ella y a su madre dar un paseo en el parque con Martina.

—No, en principio no. ¿Viene aquí? —Asentí mirando las notificaciones por si había algún cambio de planes de última hora—. ¿Cómo vas con lo de la periodista?

—Es más jodido de lo que pensaba cuando me insistió tanto —le expliqué saliendo de su despacho—. Tenemos pruebas de sus desfalcos, de sus cuentas bancarias en paraísos fiscales y por supuesto, contamos con todo el juicio de su ex. El tipo es un gilipollas de los pies a la cabeza, la verdad.

—¿Qué te queda?

—Tenemos que comprobar que esa cuenta, es suya. En algún momento ha tenido que hacer pagos, mover ese dinero. Tiene que haber algo. Tengo a los de Carballo buscando en la red, a otros dos agentes revisando día por día todos sus pasos y a la periodista indagando por su cuenta, por si puede encontrar algo más.

—¿Es buena?

—Es buena —respondí organizando los papeles que tenía en mi mesa—. Lo suficiente como para tenerla de nuestro lado por lo que pueda pasar.

El director general de la policía asintió sentándose en el sofá que tenía en mi despacho, se limitaba a esperar una visita que los dos esperábamos con muchas ganas.

Por comodidad sabía que mi suegra no subiría a las oficinas, era un jaleo tener que firmar las tres hojas, identificarse, pasar por los controles de seguridad y contestar el formulario para llegar a la planta donde se encontraban nuestros despachos.

Pero, evidentemente, la que sí que lo haría sería mi mujer, y no lo haría sola. Ella solo tenía que enseñar la placa, firmar y pasar por el control de metales; nada más. Así que era cuestión de tiempo que apareciera por aquella planta en mi búsqueda.

Y los dos lo escuchamos, antes incluso de verla a ella; oímos aquel profundo llanto, que se clavaba en los tímpanos de una manera agonizante, como si no hubiera ningún consuelo para calmarlo. Tanto Jaime como yo miramos a la puerta, a medida que se iba agudizando el llanto; pues tan solo cinco segundos después de escucharlo por primera vez, Samanta apareció ante nuestros ojos, con cara de sufrimiento, soportando el peso del portabebés y agarrando la cabeza de Martina.

— Desde que te has ido esta mañana, está así —dijo sin siquiera saludarnos, yendo directamente hacia mí—. Solo ha parado de llorar cuando la he dado de comer y luego ha vuelto.

La ayudé de inmediato a sacar a nuestra hija del portabebés y la cogí; porque fue instantáneo, en cuanto la cobijé en mis brazos, entre mi calor y mi olor, el llanto cesó de inmediato.

—Joder... —musitó Samanta agotada, sentándose al lado de Jaime—. Y que siempre igual, ¿eh?

—No conozco a ninguna mujer que se resista a Jessica Jenkins —dijo Jaime sonriendo—. Ella y las mujeres siempre han ido de la mano.

Miradas de inocencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora