05) El servidor de la muerte

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15 de abril de 1966, Estrasburgo, 23:33 horas

Mi turno había empezado hacía más de tres horas, pero no sabía cuándo iba a terminar. Todo dependía de la clientela, pero era viernes y la llegada del fin de semana hacía que el local se llenará de gente, en su mayor parte joven, sin prisa por volver a sus hogares y buscando evadirse de la monotonía y de los problemas del día a día. Hombres y mujeres de toda la ciudad se reunían en el Catharsis con amigos y compañeros de trabajo, como cada viernes tras finalizar sus jornadas laborales, dispuestos a darlo todo.

Estaba detrás de la barra secando unos vasos con un trapo mientras mi mejor amiga Anne, y también camarera, terminaba de servir a las pocas mesas que quedaban por atender. Entretanto, yo miraba embobada a los clientes disfrutando de su tiempo de ocio. Todos estaban eufóricos y pasándoselo en grande; unos charlando mientras tomaban algo en grupo sentados en unos sofás enormes de sky rojo alrededor de una gran mesa de madera, otros jugando al billar entre risas y gritos y varias parejas de enamorados bailaban en la pista al ritmo de Help! de The Beatles como si se fuera a acabar el mundo. En definitiva, allí solo había cabida para la diversión y el esparcimiento.

Después de haberme distraído y relajado por unos minutos observando a mi alrededor, conseguí volver a aterrizar mi mente y empecé a sentirme nerviosa de nuevo. Quedaba ya poco tiempo para que llegara al bar el hombre con el que habíamos quedado Anne y yo esa noche. Cuando eso ocurriera, ya no habría lugar para los remordimientos ni opción de dar un paso atrás.

Tras mucho tiempo de reflexión y sufrimiento tenía claro el siguiente paso que iba a dar aquella noche, pero eso no evitaba que un escalofrío recorriera mi cuerpo cada vez que lo pensaba.

Anne regresó con la bandeja vacía y se metió detrás de la barra a seguir poniendo las últimas copas de la noche. Me miró fijamente con el semblante recto y tenso. Ella también estaba nerviosa. Entonces no dudó en dedicarme una sonrisa en un intento por darme seguridad y confianza. Después de tantos años de amistad, sabía cuándo lo necesitaba, y hoy era uno de esos días. O, mejor dicho, hoy era el gran día.

Poco a poco, la medianoche fue llegando y con ella los primeros clientes abandonaban el local rumbo a sus casas o en busca de otros bares o karaokes que continuaran abiertos hasta altas horas de la noche y donde poder seguir con la fiesta.

Cerca de la una de la madrugada ya solo quedaban los últimos clientes que se resistían a terminar la jarana tan pronto y aquellos borrachos que ahogaban cada día sus penas en alcohol y que Anne y yo, más pronto que tarde, tendríamos que terminar despachando para poder echar el cierre al local.

En aquel momento, entró por la puerta un hombre alto con el pelo canoso y largo hasta la altura de los hombros. Tenía el rostro demacrado por el paso de los años y una barba, también canosa, de un par de días que empezaba a asomar por su mentón y sus mejillas. Una de ellas, la izquierda, estaba marcada con una profunda cicatriz.

Iba entero de oscuro con una gabardina de piel negra que le llegaba hasta las rodillas y unas botas estilo cowboy también oscuras donde lo único que destacaba era unas pequeñas hebillas metálicas que hacían un ruido casi imperceptible cada vez que daba un paso.

Se dirigió al fondo del establecimiento y se sentó en su mesa de siempre, alejada de los ventanales y de todo el bullicio, a la espera de que llegara su consumición habitual.

El susodicho se hacía llamar Ankou, como el personaje legendario de la mitología popular de la Baja Bretaña, en Francia. Las leyendas más antiguas decían que se trataba de un hombre viejo y delgado que vagaba por las calles acompañado de un carro donde iba recogiendo las almas de los difuntos recientes. Algunos decían que era la mismísima muerte personificada, otros que era el servidor de la muerte.

Eterna obsesión [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora