09) Unas preciosas rosas rojas

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8 de febrero de 1969, Estrasburgo, 07:35 horas

Marc se había marchado pronto de madrugada cuando el sol ni siquiera se dejaba ver aún. Tenía que coger un vuelo a París para reunirse con unos clientes muy importantes con los que, él y su socio, se jugaban una buena cantidad de dinero. Me aseguró que estaría de vuelta antes del anochecer.

Béatrice dormía como una marmota sin prisa por levantarse. Era sábado y no tenía que madrugar para ir a la escuela.

Yo me había desvelado cuando Marc se despertó, a pesar de lo cuidadoso que era siempre con el ruido. Ya no conseguía conciliar el sueño de nuevo. Fue por ello que decidí levantarme e ir a la cocina a por un café junto con el que poder contemplar los primeros instantes del amanecer desde la terraza del salón. Era uno de mis rituales favoritos y me ayudaba a empezar el día de mejor humor. En definitiva, con mayor paz interior.

Me gustaba la tranquilidad de la noche. La paz que se respiraba en cada rincón de la casa cuando la oscuridad llegaba, sin que nada ni nadie interrumpiera el silencio. Cuando el ajetreo y el ruido del día cesaban y todos dormían, mi ansiedad disminuía. Se había convertido en mi mejor terapia, junto con la pintura, contra lo que había ocurrido hacía ya casi tres años pero que para mí seguía igual de presente que el primer día.

Al entrar en el salón y dirigirme hacía el balcón, ya con mi café en la mano, me di cuenta de que había un ramo de flores. Debido a la escasa claridad que entraba por la ventana, no alcancé a verlo con exactitud hasta que no encendí la luz y vi que estaba en lo cierto. Unas preciosas rosas rojas acompañadas de un sobre blanco con mi nombre escrito cuidadosamente me esperaban encima de la mesa del comedor.

Nada más verlo, una sonrisa se dibujó en mi rostro y noté un leve cosquilleo en mi estómago. Marc, el hombre que había conocido hacía años en el bar y que me había devuelto las ganas de vivir, era un detallista. Dentro del sobre, una carta escrita a mano decía lo siguiente:

Buenos días, Charlotte:

Llevo un tiempo pensando en escribirte y en cómo podría empezar esta carta después de tanto tiempo sin vernos. Lo cierto es que no he encontrado ninguna opción que me termine de convencer, así que perdóname si no soy tan cortés como me gustaría.

Según iba avanzando en la lectura, la sonrisa de mi cara se fue difuminando poco a poco. Incluso antes de terminar con el primer párrafo, fui plenamente consciente de que aquello no lo había escrito Marc. Sentí un fuerte pinchazo en mi pecho fruto de la extraña sensación que recorrió mi cuerpo según navegaba entre las palabras.

La vida es un bonito pañuelo lleno de casualidades y sorpresas que hacen que la vida se torne interesante e impredecible. Nunca sabemos qué es lo que va a pasar y, cuando creemos que nunca más nos vamos a encontrar con una persona ¡bam!, la vida nos da una lección y nos pone a esa personita en nuestro camino de nuevo. Nunca digas nunca.

Al final no somos más que marionetas en una gran obra de títeres en la que cada uno tenemos un papel escrito por personas más poderosas que nosotros que nos manejan a su antojo y donde no tenemos espacio para la improvisación. En tu papel estaba escrito que volviéramos a encontrarnos después de años.

Pero no te preocupes, todo en la vida tiene solución. Cuántas veces hemos oído esto y que poco pensamos en ello. Hasta el problema más insospechado tiene una rápida solución: la muerte. Cuando ella aparece todo lo demás deja de ser importante. Pero no es gratis. Aquellos que se quedan en el mundo de los vivos tienen que pagar un alto precio por ella con su sufrimiento y dolor.

En ese momento no pude evitar pensar en que lo había tenido que pagar con mi sufrimiento y el de mi hija, pero, además, con una cantidad de dinero que Ankou no había dudado en duplicar ante mi posición indefensa más que evidente. Porque si una cosa tenía clara, es que el autor de aquella carta era Ankou. No albergaba en mí ni un ápice de duda sobre ello.

Eterna obsesión [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora