26) Gris y triste

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3 de diciembre de 2012, Montalcino, 11:43 horas

La noche se me hizo eterna. Tras la llamada telefónica de los agentes asegurándonos que nadie había visto nada extraño por la zona de la estación de autobuses la tarde que mi hermana desapareció, un fuerte sentimiento de desesperanza se instaló en mi corazón. Parecía que se la hubiese tragado la tierra.

Daba gracias a Dios por haber sufrido esa noche en compañía de mi madre, quien no se había separado de mí ni un solo segundo ni yo de ella. Como madre, también estaba preocupada y yo lo sabía pues, aunque no me lo decía, la había oído llorar desde mi cuarto un par de veces durante la noche cuando en varios intentos por descansar algo se tumbaba en la cama de la habitación de invitados donde se había instalado.

Después de tener toda la noche para meditar con nuestras almohadas, entre las dos habíamos llegado a un acuerdo. Lo mejor, dada la situación, sería que mi madre regresara a Florencia a primera hora de la mañana por si Alessia aparecía por allí, mientras yo me quedaba en Montalcino a la espera de que los agentes consiguieran algún avance. De esta forma, yo permanecería en el lugar donde ella desapareció y mi madre estaría en el lugar al que Alessia debería haber llegado. Así sentíamos que teníamos todos los frentes cubiertos.

Aquella mañana me encontraba especialmente tensa y el cansancio era bastante acusado, pero aun así, decidí que la mejor manera de quitarme aquellos nervios de encima y conseguir dejar la mente en blanco sería salir a correr un rato entre cipreses y viñedos.

Al volver a casa, agotada pero contenta conmigo misma, tan solo tuve que girar la llave una vez para abrir la puerta de entrada cuando lo normal era que tuviera que dar cuatro vueltas a la llave. Se trataba de una cerradura de máxima seguridad y estaba completamente segura de que antes de salir lo había hecho como todas las veces que dejaba la casa sola: dando las cuatro vueltas. Después de lo que me estaba pasando con "El rey valiente" no quería que nadie vulnerara mi hogar tan fácilmente.

Nada más entrar en el recibidor, un sonido agudo y ascendente en intensidad me puso inmediatamente en alerta. Era la tetera que estaba al fuego. Había alguien en la casa y tan solo la idea de que "El rey valiente" estuviera entre aquellas paredes hizo que se me pusieran los pelos de punta.

Entonces, un hombre de unos sesenta años aproximadamente apareció por el marco de la puerta de la cocina. Al principio me asusté y estuve a punto de gritar, pero en cuanto lo reconocí me quedé muda de inmediato. Dejé caer las llaves al suelo del miedo; un miedo a estar perdiendo la poca cordura que me quedaba entre toda la locura en la que se había sumido mi vida últimamente.

De momento, ninguno de los dos se atrevió a decir nada. Yo todavía estaba en shock intentando procesar todo aquello incapaz aún de articular palabra.

Él avanzaba hacia mí con cautela, con las manos extendidas y a la vista a la altura de la cadera. Yo permanecía petrificada intentando entender algo. ¿Podía ser que la falta de sueño me estuviera afectando? Pero parpadeé varias veces y seguía viendo sus ojos azules como el mar, su barba de la que tanto me quejaba de pequeña cuando me pinchaba al darme un beso, su lunar de la mejilla derecha, sus manos fuertes y ásperas de tanto trabajar en la huerta de casa. Pero en lo que me fijé, sobre todo, fue en su sonrisa que tan bien conocía y que dejó entrever cuando me vio paralizada.

—Soy yo, hija —dijo al mismo tiempo que me cogía las manos con delicadeza—. Tu padre —afirmó.

En ese momento, cuando sentí el tacto y la calidez de sus manos, me di cuenta de que aquella sensación no era fruto de uno de esos sueños que había tenido durante semanas donde mi padre se me aparecía de una y mil formas distintas. Aquello se sentía tan real que esperaba de verdad que no terminara nunca.

Eterna obsesión [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora