28) Una carta misteriosa

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5 de diciembre de 2012, Montalcino, 08:02 horas

La tarde anterior había ido al aeropuerto de Siena a buscar a Leonardo que regresaba de su viaje a Verona. Quería darle una sorpresa y además me encontraba ansiosa por estar junto a él de nuevo. Intentaba hacerme la fuerte, pero lo cierto es que había momentos en los que sentía que no podía con todo. Lo necesitaba más que nunca; necesitaba sentir la calidez de sus abrazos, que alguien me dijera que no estaba sola, que yo podía con aquello, porque había veces que sinceramente lo dudaba.

Ya en el coche de camino a Montalcino le conté con más detalle como había sido la desaparición de Alessia y como lo estaba sobrellevando. Fue Leonardo el que me pidió explicaciones con todo lujo de detalle. Creo que en el fondo se sentía culpable por no haber estado a mi lado en un momento así. Él mismo me lo confesó. «No me hubiera importado estar contigo. De hecho, la distancia sabiendo por lo que estabas pasando me ha resultado insoportable durante las últimas horas, pero tampoco quería hacer nada con lo que tú no estuviese de acuerdo —aseguró—. Así que te hice caso y no me presenté en Montalcino antes de tiempo. Pero quiero que sepas que me importas, que puedes contar conmigo siempre».

Sus palabras fueron un bálsamo para mi corazón, aunque él no se diera cuenta de ello. Pero en el fondo, yo lo prefería así. Claro que su compañía siempre era bien para mí, pero sabía que ese viaje era importante para él y no quería que nadie tuviera que cambiar su vida ni renunciar a cosas importantes por mí.

Después, inevitablemente, tuve que ponerle al día de las novedades. Cuando le conté que había conocido a mi verdadera madre en la misma habitación junto con mi padre que resultaba no estar muerto, pude ver su cara de inmensa perplejidad al apartar un momento la mirada de la carretera.

Sabía que no debería haberle desvelado que Salvatore seguía vivo, al menos no tan pronto, pero me sentía tan sola en medio de aquel disparate que necesitaba contárselo a alguien. Confiaba plenamente en Leonardo y dentro del coche sabía que nadie más podría escucharnos. Le narré toda la historia que me había explicado mi padre y, mientras las lágrimas comenzaban a descender por mi rostro, le supliqué que de momento no se lo contara a nadie, por mi seguridad y la de mi padre.

En cuanto tuvimos la ocasión, paramos en un área de servicio a tomarnos un café y calmarnos un poco después de haber hurgado en las heridas recientes de mi corazón. Cuando nos volvimos a subir al coche, esta vez él se ofreció a conducir. Se lo agradecí profundamente. La verdad es que yo no tenía la cabeza donde debería y lo último que quería era añadir otro contratiempo más a mi vida con un accidente de coche.

Al llegar a casa, nos fuimos pronto a dormir después de darnos un buen baño caliente y cenar una pizza congelada rápidamente mientras veíamos uno de esos concursos que echaban en la televisión entresemana. Antes de que anunciaran el equipo ganador de la noche, ya nos disponíamos a subir las escaleras hacia nuestra habitación. Ambos estábamos derrotados, él por el viaje y yo por toda la tensión de lo vivido durante los últimos días. Lo único que anhelábamos en ese momento era meternos en la cama y dormirnos abrazados el uno al otro después de varios días separados. Yo sabía que aquella noche coger el sueño no iba a ser tarea fácil. Los nervios hacían que no parara de dar vueltas en la cama y mi mente no dejaba de maquinar a toda velocidad.

Leonardo se dio cuenta rápidamente de que estaba demasiado inquieta. Acercándose a mi oído, me aseguró que me haría esas cosquillas en el brazo que tanto me gustaban hasta que me tranquilizara y consiguiera dormirme.

—Tranquila, estoy aquí contigo. Todo va a ir bien, te lo prometo —me susurró.

Pasados unos minutos, sus dedos suaves empezaron a dejar de moverse hasta que su mano cayó sobre mi abdomen abrazándome inconscientemente. Se había quedado dormido.

Eterna obsesión [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora