22) El gran golpe

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17 de octubre de 1966, Palermo, 23:47 horas

La tensión y el cansancio eran más que evidentes y los nervios estaban a flor de piel. Ninguno de los tres nos atrevimos a entablar una conversación que durara más allá de un minuto. Estábamos demasiado inquietos. Llevábamos más de trece horas de viaje en aquella furgoneta en la que trasportábamos una falsificación del cuadro que íbamos a robar, si todo marchaba bien, en breves minutos. Apretados en aquella lata con ruedas, los cuatro habíamos tenido mucho tiempo para pensar en los posibles desenlaces de aquella locura. Y eso no era bueno para nuestro ánimo.

Tras ser testigos la noche anterior de la singular escena digna de una de las mejores películas americanas del viejo Oeste, nos fuimos de Montalcino escandalizados, pero con nuestro preciado tesoro. Inmediatamente después, nos pusimos a la búsqueda de un motel bastante alejado donde poder descansar tranquilos unas cuantas horas y planificar todo antes del gran golpe. Los hombres de Ankou se iban a encargar de robar el cuadro original mientras que este iba a ser trasladado de museo, pero debido a la desaparición de la falsificación, la operación fue cancelada y ahora nos tocaba a nosotros hacerlo.

El miedo recorría nuestras venas a una velocidad de vértigo y, en ese momento, a las puertas del Oratorio de San Lorenzo, fuimos realmente conscientes de la magnitud de todo aquello y de lo que estábamos dispuestos a hacer para dar una lección a Ankou.

Sabíamos que era una operación muy arriesgada. Éramos pocas personas y habíamos trazado un plan con escasa antelación y entrenamiento. Pero si teníamos algo claro, es que no nos íbamos a rendir tan fácilmente.

Aparcamos una calle más abajo y nos dirigimos raudos a la entrada trasera. Estaba cerrada como suponíamos. Entonces Marc sacó una pequeña caja de herramientas de las cuales no conocía ninguna y no tardó en ponerse manos a la obra. Empezó a coger una y después otra, y no sé cómo lo hizo, pero tras unos segundos y varios intentos, la cerradura se movió y la puerta se abrió.

Entramos sin problemas y nos escondimos tras una columna intentando encontrar con la mirada al guardia de seguridad que sabíamos con certeza que estaría merodeando por la zona. Mientras lo hacíamos, repasaba en mi mente los planos del museo que habíamos estado estudiando durante horas en la habitación del motel. No estábamos lejos de nuestro objetivo.

Y sin previo aviso, Frederic se lanzó sobre el guarda cuando este nos daba la espalda. Le pilló de improvisto, le tapó la boca y, tras ponerle un pañuelo con algún tipo de sustancia en la cara que prefería no saber, al cabo de dos segundos estaba en el suelo tirado e inconsciente.

Nos movimos con mil ojos, con cuidado de que no hubiera más guardias al acecho. Llegamos a la exposición que queríamos y allí estaba el cuadro esperándonos enfrente de nosotros. Rápidamente lo descolgamos de la pared y lo cogimos por los extremos. Sorprendentemente pesaba menos de lo que pensaba. Ya lo teníamos casi. Volvimos por donde habíamos entrado, ahora más despacio porque teníamos que cargar con el peso del cuadro. Ya estábamos en la calle.

Y mientras corría calle abajo me di cuenta de que finalmente lo había conseguido. Los adoquines estaban mojados y resbaladizos por la lluvia, me pesaban las piernas y me faltaba el aire, pero una sonrisa se dibujaba en mi rostro. Por fin todo cobraba sentido. Y en ese momento no pude evitar pensar en mi hija. ¡Cuánto la echaba de menos! No sabía si ella estaría orgullosa de lo que su madre hizo, pero si algo le iba a enseñar a partir de ahora era a no dejarse aplastar por la gente poderosa y a luchar por aquello que es tuyo y que te pertenece por derecho.

Unos gritos empezaron a escucharse en medio de todo. En efecto, había más de un guardia. Alguien nos había visto. Unos pasos antes de llegar a la furgoneta, giré mi cabeza rápidamente y pude ver como Marc y Frederic me seguían unos metros más atrás con el cuadro entre las manos.

Eterna obsesión [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora