Capítulo 30

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30: Mi primera vez (comiendo Cheetos)

El amor no es algo que te ata.

No es algo que te obliga a algo.

El amor es pensar en esa persona y sonreír.

El amor no hace daño, ¿verdad?

El amor es bonito.

Entonces, ¿por qué me duele quererlo? Todo el amor inexpresado que le tenía se ha quedado dentro de mí y siento que va a estallar en algún momento.

—¡Celia, no cierres la puerta así! —exclamó mi padre.

—Celia, no me levantes la voz.

—¿Por qué me odias?

Fue mi culpa. Quizá por eso me duele.
Porque fue mi culpa. Y siempre lo será.

—Disculpe —una voz me sacó de mis pensamientos. Giré la cabeza y vi a una mujer mayor, mirándome preocupada— ¿Estás bien?

Señaló mis mejillas húmedas con una mueca. Me di cuenta de que estaba llorando. Asentí con la cabeza, incómoda. Miré una vez más hacia la que solía ser mi casa.

Miré el jardín, donde solía jugar con papá.
Miré el porche, donde él solía tocarme la guitarra. Miré a la mujer, que no entendía nada de lo que pasaba.

—Lo siento —dije. No se lo dije a la señora, sino a papá, pero él no pudo escucharme.

Por mi culpa.

—¿Quieres un té o...?

Caminé hacia casa tranquilamente, concentrándome en mi propia respiración. No sé cómo lo hice para llegar. Abrí la puerta lentamente y me encontré a mamá hablando con Rick; parecía preocupada.

Cuando me vio entrar por la puerta, su cara se relajó un poco. Vino caminando hacia mí y me abrazó.

—¿Estás bien?

Me separé de ella y fruncí el ceño.

—Sí, ¿por qué?

Mis ojos estaban rojos e hinchados, tal vez por eso me lo había preguntado. Dallas se unió a la charla; parecía borracho en lugar de triste.

—¿Tenéis piscina? —preguntó Dallas. Mamá se giró hacia él, no le dijo nada, pero estoy segura de que le echó una mirada lo suficientemente dura como para que parara de reír.

—Iba a ir al cementerio —me dijo mamá entonces—. Has llegado a tiempo... Iré a...

—No me apetece ir —dije con desgana—. Me voy a dormir.

Mamá frunció el ceño y me agarró del antebrazo, deteniendo mi camino hacia mi habitación.

—Todos los años hemos ido juntas —me reclamó. Me encogí de hombros, soltándola.

—No quiero ir, qué pesada.

Subí las escaleras para encerrarme en mi habitación. No lloré y no me sentí mal. Simplemente me senté en mi cama y miré el bajo al final de la habitación.

Tus espinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora