Cara B

452 27 16
                                    

Extra: Buena suerte, nena narrado por Rachel

(recordatorio: Franklin era uno de los amigos de Rachel que aparece hacia el final del libro)

---

A veces, apagaba las luces de mi habitación, la cual, con el tiempo, había llenado de muebles para no sentir mi propio vacío. Miraba el techo y me quedaba con los ojos abiertos, aunque en la oscuridad no podía saber si realmente lo estaban.

La culpa, encerrada en mi estómago pero también cautiva en mi mente, no dejaba que el sueño me visitara. Intentaba relajar mi respiración, repitiéndome una y otra vez que era mi propio cerebro el que me prohibía descansar.

Mi primer mes en la universidad había sido, cuanto menos, un infierno. No conocía a nadie; todo el mundo parecía desagradable, y me sentía sola. Jamás me había sentido así. Solía ser sociable y hacer amigos siempre había sido lo menos complicado para mí, pero supongo que esta vez era diferente.

Había hablado con un par de compañeras, pero ninguna parecía interesada en ser mi amiga. Catalina me llamaba cada día para preguntarme cómo estaba y, aunque no lo demostrara, le estaba extremadamente agradecida. A veces no tenía nada nuevo que contarle, pero ella siempre encontraba algo que decirme.

Los años siguientes fueron mejores. Aunque seguía sin conseguir entrar en un círculo de amigos concreto, hablaba con algunas chicas y había ido a unas cuantas fiestas. Estaba tan concentrada en mis estudios que apenas notaba que papá ya no me llamaba. Solo compartíamos algunos mensajes de "¿cómo estás?" o "¿estás comiendo bien?", y hasta ahí. Intentaba ignorarlo porque, de lo contrario, creo que no hubiera podido soportarlo.

Aquella noche, la de mi vigésimo tercer cumpleaños, fue la peor noche de mi vida. Siempre me sentía triste en mis cumpleaños, pero nunca tanto como esa vez. Ni siquiera me atreví a ir a clases; a las seis de la tarde seguía en la cama, tapada hasta arriba y escondida bajo la almohada.

Ni Catalina ni ninguna de mis antiguas amistades me había llamado para felicitarme. Intenté convencerme de que quizá se les había olvidado. Podía pasarle a cualquiera, ¿no? Pero no pude ignorar la vergüenza de sentir que no era lo suficientemente importante para nadie como para que recordaran mi cumpleaños.

Así que, una vez más, apagué las luces de mi habitación, que había llenado de muebles para no sentir mi vacío. Miré el techo y me quedé con los ojos abiertos, aunque en la oscuridad no podía saber si realmente lo estaban.

El tictac del reloj en la mesita de noche me mantuvo despierta. El ruido de la calle, que se colaba porque las paredes parecían de cartón, me mantenía despierta. Y, por descontado, mi propia mente también.

Eran las diez de la noche. Había dejado de mirar el teléfono hacía dos horas, pero no había sonado ni una sola vez.

A las diez y media, se abrió la puerta de mi cuarto y mi compañera de cuarto, Bethany, entró de golpe, llevándose la oscuridad consigo al encender la luz. Me incorporé en la cama, pasándome las manos por los ojos.

—¿Llevas todo el día dormida?

—¿Puedes apagar la luz? —pedí en un susurro.

Suspiró mientras rebuscaba en el armario. Empezó a explicarme que había una fiesta en la fraternidad de un amigo y que se le había olvidado el alcohol que escondió en el armario, porque estaba prohibido en la residencia.

Una vez lo encontró, lo metió en su bolso y se miró al espejo. Estaba bastante guapa, y sentí cómo mis mejillas se calentaban al mirarla. Me di la vuelta en la cama para que no lo notara. ¿Qué pensaría? Aún no se lo había contado a nadie aquí. Ni siquiera estaba segura... creía estarlo... Quizá no lo era. Si lo decía, sería una sentencia, un nombre, algo que la gente usaría para referirse a mí. Sería un nombre nuevo. Y a mí me gustaba el mío, el actual.

Tus espinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora