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Betsy. 

Avalon, California 

2023. 

Hace seis años llegué a la isla Santa Catalina de Avalon con el padre Thomas y con un alguien más acompañándonos en mi vientre sin que lo supiéramos, nos venimos a enterar un mes después.

Hoy en día, tras un embarazo y una pandemia en el 2020 obtuve mi título de Licenciatura en Marketing y Comunicaciones Integradas.

Me aplico más protector solar, consciente de que sin él mi piel quedará completamente roja bajo el intenso sol, mientras vigilo a mi pequeño que juega en la arena junto a la orilla del mar. Corre de un lado a otro, chapoteando en el agua y construyendo castillos y figuras que, aunque abstractas para mí, parecen ser obras maestras en sus ojos. Está radiante de felicidad, inmerso en su propio mundo.

De pronto, corre hacia mí con una sonrisa enorme, emocionado por mostrarme su más reciente creación. Me levanto de mi cómoda cobija playera, sonriendo al ver el orgullo que destila.

—¡Vamos, posa! Quiero tomar muchas fotos de ti y tus obras de arte —le digo mientras saco mi teléfono del bolsillo de mi short de mezclilla y, con un rápido gesto, acomodo mi cabello detrás de la oreja.

Él sonríe aún más, luciendo su pequeño traje de surf negro. Su cabello rubio, todavía húmedo, brilla bajo el sol, y sus ojos grises me recuerdan a quien lo trajo a este mundo. Es inevitable verlo reflejado en él, pero mi hijo se ha convertido en mi mayor razón de ser, lo más importante en mi vida.

—Creo que es hora de irnos, mi amor —le digo, mirando hacia el cielo. —El sol está muy fuerte y nos vamos a quemar.

Aunque ha crecido aquí, en la isla, su piel clara es tan sensible como la mía, y ambos sabemos lo que nos espera si nos quedamos mucho más tiempo bajo el sol abrasador.

—¿No podemos quedarnos un rato más? —me pregunta, haciendo un puchero adorable.

Niego imitando su gesto, lo que provoca una risa en él, esa risa contagiosa que siempre derrite mi corazón.

—Tenemos que irnos —le recuerdo suavemente, ofreciéndole mi mano. La toma con confianza, y caminamos juntos de regreso, disfrutando de la calidez de la arena bajo nuestros pies y la suave brisa marina que nos envuelve.

Nuestra casa es una pequeña villa de madera blanca, encajada en la costa como un refugio tranquilo frente al mar. Los ventanales amplios dejan que la luz del sol inunde el interior, y la fachada pintada de blanco resplandece bajo los rayos de la tarde. Un porche con barandillas de madera rodea la casa, adornado con macetas de flores coloridas que he cuidado con esmero. Se encuentra a un costado de la iglesia, cuya cruz se alza imponente, proyectando su sombra sobre el jardín que compartimos.

Al acercarnos, veo al padre Thomas despidiéndose de los últimos feligreses que quedan en la iglesia. Vestido con su habitual sotana oscura, su presencia es serena, pero algunos de los fieles no pueden evitar sus miradas recelosas. Parece que quisieran rociarme con agua bendita al verme llegar, pero me limito a ignorarlos. Mis pasos son firmes y mantengo la cabeza en alto, devolviendo saludos por mera cortesía mientras continúo hacia la entrada de la villa, donde solo la tranquilidad del hogar me espera.

—Luca, ¿seguro que quieres dejar a tu oso de felpa...? —le pregunto mientras doblo con cuidado la última de sus camisetas, preparándole la valija para el viaje.

—Sí, mami —me responde con seriedad, aunque su tono sigue teniendo un deje de niñez—. Ya soy un niño grande y no debo dormir con el señor Lotso.

—Como digas, mi preadolescente —bromeo, arqueando una ceja mientras me río por dentro. Él quiere parecer tan maduro, pero me cuesta creer que esté listo para dejar atrás a su compañero de tantas noches.

Mi vida, mis coloresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora