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—Calma, amor— sostuvo las caderas del gatito evitando que la penetración fuera violenta— hay que cuidar al bebé.

Matthew, de ser posible, amo aún más a Jiwoong, el hombre cuidaba de su retoño desde antes de nacer. Revolviéndose bajo el hombre más grande, lucho por penetrarse a sí mismo sin mucho éxito.

Jiwoong beso con hambre esa boca que jadeaba en busca de oxígeno, los dedos gruesos entraban asegurándose de que había espacio para él. Con una sonrisa reconoció ante sí mismo que el gatito estaba en su punto de caramelo, listo para ser devorado. Ahora sí le dio el gusto al tigre, sosteniendo las caderas con ambas manos, penetro lentamente sin permitirle al malcriado salirse con la suya.

Matthew soltó el agarre sobre el hombro que tenía con sus dientes, para poder gritar el nombre de su amante. Jiwoong amaba lo salvaje que era el minino en la cama, ese chico no era bocado para un hombre débil. Montar a Matthew era toda una aventura, si no se tenía cuidado podría acabar como la cena del tigre, más le valía hacer que se corriera y valiera la pena el viaje.

Matthew chillaba emocionado al sentir como era invadido por un miembro solido que castigaba su punto dulce sin dejarlo tomar el control. Sabía que lo que hacía el hombre sobre él, era por el bien de

su cachorro no nacido, la dificultad estaba en que sus instintos eran los que tenían el control.

El tigre rugió al venirse tan fuerte que las estrellas brillaron tras sus parpados, la humedad del semen en su íntima entrada lo hizo sentir fuerte, capaz de cualquier cosa por su pequeña familia. Claro que si alguien quería algo de él, tenía que esperar hasta después de que tomara una ligera siesta.

Con gran cuidado Jiwoong salió de su pequeña pareja preñada, la luz de las velas que habían sido colocadas estratégicamente sobre la derruida mesa, le daban a los mechones de cabello plateado un halo de magia. Un ligero beso en los labios entre abiertos fue la reafirmación de una promesa de amor eterno. Con la firme esperanza de que el joven tigre le perdonara, salió a hurtadillas para evitar despertarlo.

Al salir de la cabaña, Jiwoong encontró a sus guerreros listos para lo que estaba por venir, los caballos golpeaban con sus manos la tierra en clara muestra de ser animales acostumbrados al olor de la sangre en los campos de batalla.

—Lo acompañaremos, señor— hablo uno de los soldados.

Jiwoong llevaba la espada en la mano, en el cielo la luna brillando como un ojo vigilante, los grandes árboles fungían como los protectores de la guarida donde su tigre dormía plácidamente.

—Cinco de ustedes se quedaran a cuidar de Taerae y de mi pareja— hablo con la voz de un hombre acostumbrado a mandar— los demás vendrán conmigo a hacerle una visita a la familia.

Los hombres se miraron los unos a los otros algo confundidos, el único pariente vivo del rey era Dongwook, un anciano desgastado por una vida en el exilio, la traición venía de manos de Choi, no de ese pobre viejo.

Taerae observaba en silencio, escondido bajo su pesada capa lloraba en silencio. Desde que se había dejado gobernar por su corazón, ya nada era igual. El rudo guerrero de maneras ásperas había sido tan amable con él, le había dado esperanza de que todo estaría bien. El rey le aseguro una y otra vez que el Jefe de la Guardia Real estaba bien, pero él no lo creería hasta que lo viera por sí mismo.

Limpiándose las traicioneras lágrimas, Taerae se recordó a si mismo que tenía la obligación de cuidar del tigre del rey, por más que quisiera marchar a buscar a su Gunwook, no podía. El sonido de los pasos del rey le hicieron levantar la cabeza— Cuídalo— la seriedad de las palabras habría hecho que otro se meara en sus pantalones, una suerte que Taerae fuer inmune a esas cosas.

El destino que tenía la luna | MattwoongDonde viven las historias. Descúbrelo ahora