CAPITULO XXXI

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La coronel Vorrakittikun fue muy elogiada y todas las señoras consideraron que su presencia sería un encanto más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la casa, las Malisorn no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana después de la llegada de las dos damas, no fueron honradas con dicha atención y aun, al salir de la iglesia, se les advirtió que no fueran hasta última hora de la tarde.

Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Tassawan y a su hija. La coronel Vorrakittikun visitó más de una vez la casa de las Malisorn, pero a Armstrong sólo la vieron en la iglesia. La invitación, naturalmente, fue aceptada, y a la hora conveniente las Malisorn se presentaron en el salón de lady Tassawan. Su Señoría les recibió atentamente, pero se veía bien claro que su compañía ya no le era tan grata como cuando estaba sola; en efecto, estuvo pendiente de sus sobrinas y habló con ellas especialmente con Armstrong mucho más que con cualquier otra persona del salón. La coronel Vorrakittikun parecía alegrarse de veras al verlas; en Rosings cualquier cosa le parecía un alivio y, además, la linda amiga de la señora de Malisorn le tenía cautivada. Se sentó al lado de Freen y charlaron tan agradablemente de Kent y de Hertfordshire, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de libros nuevos y de música, que Freen jamás lo había pasado tan bien en aquel salón; hablaban con tanta soltura y animación que atrajeron la atención de lady Tassawan y de Armstrong. Esta última les había mirado ya varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato del mismo sentimiento, y se vio claramente, porque no vaciló en preguntar:

—¿Qué estás diciendo, Vorrakittikun? ¿De qué hablas? ¿Qué le dices a la señorita Chankimha? Déjame oírlo.

—Hablamos de música, señora —declaró la coronel cuando vio que no podía evitar la respuesta.

—¡De música! Pues hágame el favor de hablar en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que tomar parte en la conversación si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo o que posean mejor gusto natural. Si hubiese estudiado, habría resultado una gran discípula. Lo mismo le pasaría a Oaey si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado deliciosamente. ¿Cómo va Emily, Armstrong? Armstrong hizo un cordial elogio de lo adelantada que iba su hermana.

—Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias —dijo lady Tassawan—, y te ruego que le digas de mi parte que, si no practica mucho, no mejorará nada.

—Le aseguro que no necesita que se lo advierta. Practica constantemente.

—Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo descuide. Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica constante. Muchas veces le he dicho a la señorita Chankimha que nunca tocará verdaderamente bien si no practica más; y aunque la señora de Malisorn no tiene piano, la señorita Chankimha será muy bien acogida, como le he dicho a menudo, si viene a Rosings todos los días para tocar el piano en el cuarto de la señora Pohn. En esa parte de la casa no molestará a nadie.

Armstrong pareció un poco avergonzada de la mala educación de su tía, y no contestó. Cuando acabaron de tomar el café, la coronel Vorrakittikun recordó a Freen que le había prometido tocar, y la joven se sentó en seguida al piano. La coronel puso su silla a su lado. Lady Tassawan escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otra sobrina, hasta que Armstrong la dejó y dirigiéndose con su habitual cautela hacia el piano, se colocó de modo que pudiese ver el rostro de la hermosa intérprete. Freen reparó en lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia ella con una amplia sonrisa y le dijo:

—¿Pretende atemorizarme, viniendo a escucharme con esa seriedad? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de terquedad en mí, que nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme.

—No le diré que se ha equivocado —repuso Armstrong— porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que de hecho no son suyas.

Freen se rió abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo a la coronel Vorrakittikun:

—Su prima pretende darle a usted una linda idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me desola encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy.

Realmente, señora Armstrong, es muy poco generosa por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreta, pues esto me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes.

—No le tengo miedo —dijo ella sonriente.

—Dígame, por favor, de qué le acusa —exclamó la coronel Vorrakittikun—. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.

—Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas. Señora Armstrong, no puede negarlo.

—No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban.

—Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentada... Bueno, coronel Vorrakittikun, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.

—Puede que me habría juzgado mejor —añadió Armstrong— si hubiese solicitado que me presentaran. Pero no sirvo para darme a conocer a extraños.

—Vamos a preguntarle a su prima por qué es así —dijo Freen sin dirigirse más que a la coronel Vorrakittikun—. ¿Le preguntamos cómo es posible que una mujer de talento y bien educada, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a desconocidos?

—Puedo contestar yo misma a esta pregunta —replicó Vorrakittikun— sin interrogar a Armstrong. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.

—Reconozco —dijo Armstrong— que no tengo la habilidad que otras poseen de conversar fácilmente con las personas que jamás he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como se acostumbra.

—Mis dedos —repuso Freen— no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean capaces, como los de cualquier otra mujer, de tocar perfectamente. Armstrong sonrió y le dijo:

—Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguna de nosotras toca ante desconocidos. Lady Tassawan les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Freen se puso a tocar de nuevo. Lady Tassawan se acercó y después de escucharla durante unos minutos, dijo a Armstrong:

—La señorita Chankimha no tocaría mal si practicase más y si hubiese disfrutado de las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es teclear, aunque su gusto no es como el de Oaey. Oaey habría sido una pianista maravillosa si su salud le hubiese permitido aprender. Freen miró a Armstrong para observar su cordial asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni en ningún otro momento descubrió ningún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita de Bourgh, Freen dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Austin: que Armstrong se habría casado con ella si hubiese pertenecido a su familia. Lady Tassawan continuó haciendo observaciones sobre la manera de tocar de Freen, mezcladas con numerosas instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Freen las aguantó con toda la paciencia que impone la cortesía, y a petición de las damas siguió tocando hasta que estuvo preparado el coche de Su Señoría y los llevó a todos a casa.

Orgullo y prejuicio Freenbecky + EnglotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora