Capítulo LIV

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En cuanto se marcharon, Freen salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Armstrong la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué vino —se decía— para estar en silencio, seria e indiferente?» No podía explicárselo de modo satisfactorio. «Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callada? ¡Qué mujer más irritante! No quiero pensar más en ella.» Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.

—Ahora —le dijo—, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de ella. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigas indiferentes.

—Sí, muy indiferentes —contestó Freen riéndose—. ¡Oh, Engfa! ¡Ten cuidado!

—Freen, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.

—Creo que estás en uno muy grande, porque ella te ama como siempre.

No volvieron a ver a Austin hasta el martes, y, entretanto, la señora Chankimha se entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura de la dama habían hecho revivir en media hora de visita.

El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y las señoras que con más ansias eran esperadas llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Freen observó atentamente a Austin para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Austin pareció dudar, pero Engfa acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Austin se sentó al lado de Engfa. Freen, con triunfal satisfacción, miró a Armstrong. Ésta sostuvo la mirada con noble indiferencia, Freen habría imaginado que Austin había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de ésta vueltos también hacia Armstrong, con una expresión risueña, pero de alarma.

La conducta de Austin con Engfa durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Freen se quedó convencida de que, si sólo dependiese de Austin, su dicha y la de Engfa quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado, Freen se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía.

Armstrong estaba al otro lado de la mesa, sentada al lado de la señora Chankimha, y Freen comprendía lo poco grata que les era a las dos semejantes colocaciones, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo frías y ceremoniosas que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Armstrong le hizo más penoso a Freen el recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia. Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Armstrong y que no acabaría la visita sin poder cambiar con ella algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de las damas, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Armstrong dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde. «Si no se dirige hacia mí —se decía— me daré por vencida.»

Entraron las damas y pareció que Armstrong iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la señora Chankimha preparaba el té y Freen servía el café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla.

Al acercarse las damas, una de las muchachas se aproximó a Freen y le dijo al oído:

—Las damas no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿no es cierto? Armstrong entonces se fue a otro lado de la estancia. Freen la seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta. «¡Una mujer a la que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay una sola mujer que no se revelase contra la debilidad que supondría una segunda declaración a la misma persona. No hay indignidad mayor para ellas.» Se reanimó un poco al ver que Armstrong venía a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Sigue su hermana en Pemberley?

—Sí, estará allí hasta las Navidades.

—¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?

—Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.

A Freen no se le ocurrió más que decir, pero si Armstrong hubiese querido hablar, ¡con qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Freen, y entonces Armstrong se retiró.

Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas las señoras. Freen creyó entonces que podría estar con ella, pero sus esperanzas rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Armstrong y la obligaba a sentarse a su mesa de whist. Freen renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde estuvieron confinadas en mesas diferentes, pero los ojos de Armstrong se volvían tan a menudo donde ella estaba, que tanto la una como la otra perdieron todas las partidas.

La señora Chankimha había proyectado que las dos damas de Netherfield se quedaran a cenar, pero fueron las primeras en pedir su coche y no hubo manera de retenerlas.

—Bueno, niñas —dijo la madre en cuanto se hubieron ido todos—, ¿qué me decís? A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos sirvieron la semana pasada en casa de los wachirasarunpat; y hasta la señora Armstrong reconoció que las perdices estaban muy bien hechas, y eso que ella debe de tener dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, Engfa querida, nunca estuviste más guapa que esta tarde; la señora Beer lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿qué crees que me dijo, además? «¡Oh, señora Chankimha, por fin la tendremos en Netherfield!» Así lo dijo. Opino que la señora Beer es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.

Total, que la señora Chankimha estaba de magnífico humor. Se había fijado lo bastante en la conducta de Austin para con Engfa para convencerse de que al fin lo iba a conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasías sobre el gran porvenir que esperaba a su familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchísimo al ver que Austin no se presentaba al día siguiente para declararse.

—Ha sido un día muy agradable —dijo Engfa a Freen—. ¡Qué selecta y qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita. Freen se sonrió.

—No te rías. Me duele que seas así, Freen. Te aseguro que ahora he aprendido a disfrutar de su conversación y que no veo en ella más que una muchacha inteligente y amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo encuentro que su trato es dulce y más atento que el de ninguna otra persona.

—¡Eres cruel! —contestó su hermana—. No me dejas sonreír y me estás provocando a hacerlo a cada momento.

—¡Qué difícil es que te crean en algunos casos!

—¡Y qué imposible en otros!

—¿Por qué te empeñas en convencerme de que siento más de lo que confieso?

—No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo enseñamos lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu indiferencia, es mejor que yo no sea tu confidente.

Orgullo y prejuicio Freenbecky + EnglotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora