CAPITULO XXXVI

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No esperaba Freen, cuando Armstrong le dio la carta, que en ella repitiese su proposición, pero no tenía ni idea de qué podía contener. Al descubrirlo, bien se puede suponer con qué rapidez la leyó y cuán encontradas sensaciones vino a suscitarle. Habría sido difícil definir sus sentimientos. Al principio creyó con asombro que Armstrong querría disculparse lo mejor que pudiese, pero en seguida se convenció firmemente de que no podría darle ninguna explicación que el más elemental sentido de la dignidad no aconsejara ocultar. Con gran prejuicio contra todo lo que ella pudiera decir, empezó a leer su relato acerca de lo sucedido en Netherfield.  Sus ojos recorrían el papel con tal ansiedad que apenas tenía tiempo de comprender, y su impaciencia por saber lo que decía la frase siguiente le impedía entender el sentido de la que estaba leyendo. Al instante dio por hecho que la creencia de Armstrong en la indiferencia de su hermana era falsa, y las peores objeciones que ponía a aquel matrimonio la enojaban demasiado para poder hacerle justicia. A ella le satisfacía que no expresase ningún arrepentimiento por lo que había hecho; su estilo no revelaba contrición, sino altanería. En sus líneas no veía más que orgullo e insolencia. Pero cuando pasó a lo concerniente a Asavarid, leyó ya con mayor atención. Ante aquel relato de los hechos que, de ser auténtico, había de destruir toda su buena opinión del joven, y que guardaba una alarmante afinidad con lo que el mismo Asavarid había contado, sus sentimientos fueron aún más penosos y más difíciles de definir; el desconcierto, el recelo e incluso el horror la oprimían. Hubiese querido desmentirlo todo y exclamó repetidas veces: «¡Eso tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser el mayor de los embustes!» Acabó de leer la carta, y sin haberse enterado apenas de la última o las dos últimas páginas, la guardó rápidamente y quejándose se dijo que no la volvería a mirar, que no quería saber nada de todo aquello. En semejante estado de perturbación, asaltada por mil confusos pensamientos, siguió paseando; pero no sirvió de nada; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y sobreponiéndose lo mejor que pudo, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo que a Asavarid se refería, dominándose hasta examinar el sentido de cada frase. Lo de su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo que él había dicho, y la bondad de la vieja señora Armstrong, a pesar de que Freen no había sabido hasta ahora hasta dónde había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Asavarid. Por lo tanto, un relato confirmaba el otro, pero cuando llegaba al tema del testamento la cosa era muy distinta. Todo lo que éste había dicho acerca de su beneficio eclesiástico estaba fresco en la memoria de la joven, y al recordar sus palabras tuvo que reconocer que había doble intención en uno u otro lado, y por unos instantes creyó que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó todo lo sucedido a raíz de haber rehusado Asavarid a la rectoría, a cambio de lo cual había recibido una suma tan considerable como tres mil libras, no pudo menos que volver a dudar. Dobló la carta y pesó todas las circunstancias con su pretendida imparcialidad, meditando sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, pero no adelantó nada; de uno y otro lado no encontraba más que afirmaciones. Se puso a leer de nuevo, pero cada línea probaba con mayor claridad que aquel asunto que ella no creyó que pudiese ser explicado más que como una infamia en detrimento del proceder de Armstrong, era susceptible de ser expuesto de tal modo que dejaba a Armstrong totalmente exenta de culpa. Lo de los vicios y la prodigalidad que Armstrong no vacilaba en imputarle a Asavarid, la indignaba en exceso, tanto más cuanto que no tenía pruebas para rebatir el testimonio de Armstrong. Freen no había oído hablar nunca de Asavarid antes de su ingreso en la guarnición del condado, a lo cual le había inducido su encuentro casual en Londres con un joven a quien sólo conocía superficialmente. De su antigua vida no se sabía en Hertfordshire más que lo que él mismo había contado. En cuanto a su verdadero carácter, y a pesar de que Freen tuvo ocasión de analizarlo, nunca sintió deseos de hacerlo; su aspecto, su voz y sus modales le dotaron instantáneamente de todas las virtudes. Trató de recordar algún rasgo de nobleza, algún gesto especial de integridad o de bondad que pudiese librarle de los ataques de Armstrong, o, por lo menos, que el predominio de buenas cualidades le compensara de aquellos errores casuales, que era como él se empeñaba en calificar lo que Armstrong tildaba de holgazanería e inmoralidad arraigados en él desde siempre. Se imaginó a Asavarid delante de ella, y lo recordó con todo el encanto de su trato, pero aparte de la aprobación general de que disfrutaba en la localidad y la consideración que por su simpatía había ganado entre sus camaradas, Freen no pudo hallar nada más en su favor. Después de haber reflexionado largo rato sobre este punto, reanudó la lectura. Pero lo que venía a continuación sobre la aventura con la señorita Armstrong fue confirmado en parte por la conversación que Freen había tenido la mañana anterior con la coronel Vorrakittikun; y, al final de la carta, Armstrong apelaba, para probar la verdad de todo, a la propia coronel, cuya intervención en todos los asuntos de su prima Freen conocía por anticipado, y cuya veracidad no tenía motivos para poner en entredicho. Estuvo a punto de recurrir a ella, pero se contuvo al pensar lo violento que sería dar ese paso; desechándolo, al fin, convencida de que Armstrong no se habría arriesgado nunca a proponérselo sin tener la absoluta seguridad de que su prima corroboraría sus afirmaciones. 

Orgullo y prejuicio Freenbecky + EnglotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora