TITULO XL

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Freen no pudo contener por más tiempo su impaciencia por contarle a Engfa todo lo que había sucedido. Al fin resolvió suprimir todo lo que se refiriese a su hermana, y poniéndola en antecedentes de la sorpresa, a la mañana siguiente le relató lo más importante de su escena con Armstrong. El gran cariño que Engfa sentía por Freen disminuyó su asombro, pues todo lo que fuese admiración por ella le parecía perfectamente natural. Fueron otros sus sentimientos. Le dolía que Armstrong se hubiese expresado de aquel modo tan poco adecuado para hacerse agradable, pero todavía le afligía más el pensar en la desdicha que la negativa de su hermana le habría causado.

—Fue un error el creerse tan segura del éxito —dijo— y claro está que no debió delatarse; ¡pero figúrate lo que le habrá pesado y lo mal que se sentirá ahora!

—Es cierto —repuso Freen—, lo siento de veras por ella; pero su orgullo es tan grande que no tardará mucho en olvidarme. ¿Te parece mal que le haya rechazado?

—¿Parecerme mal? De ningún modo. —Pero no te habrá gustado que le haya hablado con tanto énfasis de Asavarid. —No sé si habrás hecho mal en hablarle como lo hiciste. —Pues lo vas a saber cuándo te haya contado lo que sucedió al día siguiente.

Entonces Freen le habló de la carta, repitiéndole todo su contenido en lo que sólo a Heng Aasavarid se refería. Fue un duro golpe para la pobre Engfa. Habría dado la vuelta al mundo sin sospechar que en todo el género humano pudiese caber tanta perversidad como la que encerraba aquel único individuo. Ni siquiera la justificación de Armstrong, por muy grata que le resultara, bastaba para consolarla de semejante revelación. Intentó con todas sus fuerzas sostener que podía haber algún error, tratando de defender a una sin inculpar al otro.

—No te servirá de nada —le dijo Freen—; nunca podrás decir que los dos son buenos. Elige como quieras; pero o te quedas con una o con otro. Entre los dos no reúnen más que una cantidad de méritos justita para una sola persona decente. Ya nos hemos engañado bastante últimamente. Por mi parte, me inclino a creer todo lo que dice Armstrong; tú verás lo que decides. Pasó mucho rato antes de que Engfa pudiese sonreír.

—No sé qué me ha sorprendido más —dijo al fin—. ¡Que Asavarid sea tan malvado! Casi no puede creerse. ¡Y la pobre Armstrong! Querida Freen, piensa sólo en lo que habrá sufrido. ¡Qué decepción! ¡Y encima confesarle la mala opinión que tenías de ella! ¡Y tener que contar tales cosas de su hermana! Es verdaderamente espantoso. ¿No te parece?

—¡Oh, no! Se me ha quitado toda la pena y toda la compasión al ver que tú las sientes por las dos. Sé que, con que tú le hagas justicia, basta. Sé que puedo estar cada vez más despreocupada e indiferente. Tu profusión de lamentos me salva. Y si sigues compadeciéndote de ella mucho tiempo, mi corazón se hará tan insensible como una roca.

—¡Pobre Asavarid! ¡Parece tan bueno, tan franco!

—Sí, es cierto; debió de haber una mala dirección en la educación de estos jóvenes; una acaparó toda la bondad y el otro todas las buenas apariencias.

—Yo nunca consideré que las apariencias de Armstrong eran tan malas como tú decías.

—Pues ya ves, yo me tenía por muy lista cuando le encontraba tan antipática, sin ningún motivo. Sentir ese tipo de antipatías es como un estímulo para la inteligencia, es como un rasgo de ingenio. Se puede estar hablando mal continuamente de alguien sin decir nada justo; pero no es posible estar siempre riéndose de una persona sin dar alguna vez en el clavo.

—Estoy segura, Freen, de que, al leer la carta de Armstrong, por primera vez, no pensaste así.

—No habría podido, es cierto. Estaba tan molesta, o, mejor dicho, tan triste. Y lo peor de todo era que no tenía a quién confiar mi pesar. ¡No tener a nadie a quien hablar de lo que sentía, ninguna Engfa que me consolara y me dijera que no había sido tan frágil, tan vana y tan insensata como yo me creía! ¡Qué falta me hiciste! —¡Haber atacado a Armstrong de ese modo por defender a Asavarid, y pensar ahora que no lo merecía! —Es cierto; pero estaba amargada por los prejuicios que había ido alimentando. Necesito que me aconsejes en una cosa. ¿Debo o no debo divulgar lo que he sabido de Asavarid? Engfa meditó un rato y luego dijo:

—Creo que no hay por qué ponerle en tan mal lugar. ¿Tú qué opinas?

—Que tienes razón. Armstrong no me ha autorizado para que difunda lo que me ha revelado. Al contrario, me ha dado a entender que debo guardar la mayor reserva posible sobre el asunto de su hermana. Y, por otra parte, aunque quisiera abrirle los ojos a la gente sobre su conducta en las demás cosas, ¿quién me iba a creer? El prejuicio en contra de Armstrong es tan fuerte que la mitad de las buenas gentes de Meryton morirían antes de tener que ponerle en un pedestal. No sirvo para eso. Asavarid se irá pronto, y es mejor que me calle. Dentro de algún tiempo se descubrirá todo y entonces podremos reírnos de la necedad de la gente por no haberlo sabido antes. Por ahora no diré nada.

—Me parece muy bien. Si propagases sus defectos podrías arruinarle para siempre. A lo mejor se arrepiente de lo que hizo y quiere enmendarse. No debemos empujarle a la desesperación.

El tumulto de la mente de Freen se apaciguó con esta conversación. Había descargado uno de los dos secretos que durante quince días habían pesado sobre su alma, y sabía que Engfa la escucharía siempre de buen grado cuando quisiese hablar de ello. Pero todavía ocultaba algo que la prudencia le impedía revelar. No se atrevía a descubrir a su hermana la otra mitad de la carta de Armstrong, ni decirle con cuánta sinceridad había sido amada por su amiga. Era un secreto suyo que con nadie podía compartir, y sabía que sólo un acuerdo entre Engfa y Austin justificaría su confesión. «Y aun entonces —se decía— sólo podría contarle lo que la misma Austin creyese conveniente participarle. No tendré libertad para revelar este secreto hasta que haya perdido todo su valor.» Como estaba todo el día en casa, tenía ocasión de estudiar el verdadero estado de ánimo de su hermana. Engfa no era feliz; todavía quería a Austin tiernamente. Nunca hasta entonces había estado enamorada, y su cariño tenía todo el fuego de un primer amor, pero su edad y su carácter le daban una firmeza que no suelen tener los amores primeros. No podía pensar más que en Austin y se requería todo su buen sentido y su atención a su familia para moderar aquellos recuerdos que podían acabar con su salud y con la tranquilidad de los que la rodeaban.

—Bueno, Freen—dijo un día la señora Chankimha—, dime cuál es ahora tu opinión sobre el triste asunto de Engfa. Yo estoy decidida a no volver a hablar de ello. Así se lo dije el otro día a mi hermana Theerapong. Pero no puedo creer que Engfa no haya visto a Austin en Londres. Realmente, es una desalmada y no creo que haya la menor probabilidad de que lo consiga. No se habla de que vaya a volver a Netherfield este verano, y eso que he preguntado a todos los que pueden estar enterados.

—No creo que vuelva más a Netherfield. 

—Muy bien. Vale más así. Ni falta que hace. Aunque yo siempre diré que se ha portado pésimamente con mi hija, y yo que ella no se lo habría aguantado. Mi único consuelo es que Engfa morirá del corazón y entonces Austin se arrepentirá de lo que ha hecho. Pero Freen, que no podía consolarse con esas esperanzas se quedó callada. —Dime —continuó la madre—, ¿viven muy bien las Malisorn, ¿verdad? Bien, bien, espero que les dure mucho tiempo. ¿Y qué tal comen? Estoy segura de que Nam es una excelente administradora. Si es la mitad de aguda que su madre, ahorrará muchísimo. No creo que hagan muchos excesos. —No, en absoluto. —De ello depende la buena administración. Ya, ya; se cuidarán mucho de no derrochar su sueldo. Nunca tendrán apuros de dinero. ¡Que les aproveche! Y me figuro que hablarán a menudo de adquirir Longbourn cuando muera tu padre, y de que ya lo considerarán suyo en cuanto esto suceda.

—Nunca mencionaron este tema delante de mí. —Claro, no habría estado bien; pero no me cabe la menor duda de que lo hablan muchas veces entre ellas. Bueno, si se contentan con una posesión que legalmente no es suya, allá ellas. A mí me avergonzaría.

Orgullo y prejuicio Freenbecky + EnglotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora