3. Los primeros y los últimos días

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Por más que Miranda Birkett fuera el nombre que saltara primero al mencionar Flores Nucleares, a manera interna era Rafael Valenzuela quien se ocupaba de todo. Para él, Birkett era su quinta hermana mayor, no en vano le cedió el puesto de imagen de la banda. Ah, era una decisión de la que no se enorgullece siempre.

Momentos así, en el silencio de su habitación de hotel en la que era el único despierto, mientras fumaba weed con las ventanas abajo para calmarse, se preguntaba si había cometido un grave error.

Pendejo, debió haberlo visto venir. Las bandas no son familias, también son empresas. Si un empleado no sirve, entonces no sirve. Le había dado consejos habidos y por haber, que practicara más, que meditara, que se viera al espejo, que cantara con un lápiz entre los labios. Nada. Sin avances. ¿Por qué chucha era cantante? Debió ser pelota si no aguantaba el público. Nadie va a recitales de poesía. Que se joda. Miranda arruinó el festival y el after.

Al llegar al hotel, le pareció sentir el fastidio colectivo de sus compañeros en la caja torácica. No sabe que le hizo pensar que la man estaría allí, esperando por ellos con ojos de cordero a punto de ser sacrificado. Abrigos, cables, camisetas caídas. La llama con las intenciones de putear pero para la decepción de los demás, el tono de marcado le responde desde los bolsillos de Santiago. Este toma el teléfono como quien toma una granada y desliza su pulgar para rechazar la llamada.

Poco importaba si se disculpaba o no, ya estaba siendo tendencia en la escena alternativa local. Ya hacían preguntas. Sí, poco importaba. Apenas la viera la despediría.

Santiago sí supo que no vendría de inmediato. La creía capaz de desaparecer la noche entera. Veía la pantalla de su teléfono llenarse de menciones y notificaciones mientras mascaba angustia. No tenía más opción que esperarla. Un minuto en su cerebro era el equivalente a un día en el infierno. Aplasta sus uñas contra las palmas de su mano dejando marcas en forma de medialunas. Quiere golpear el armario, tirar la lámpara, romperle las patas a la cama, pero se contuvo. En su lugar, resolvió escarbar más en la piel hasta que sangrara. Hasta dejar costras como pecas.

Al final llegó pisándole los talones al amanecer. Toca la puerta tan débil, que él piensa que se lo está imaginando. Se la abre, sosteniendo la manija con precaución. No le dice nada, ella tampoco. Ni siquiera lo mira a los ojos. Hay un aire distinto. Aún tiene puesta su chaqueta, pero tiene un olor ajeno. Se besan y se abrazan, sin embargo, algo está mal. Está demasiado cansado como para mencionarlo.

Tres horas después lo levantaría el zumbido de su teléfono. Habría una reunión secreta de la banda en un café de la esquina. Observación importante: no invitar a Miranda. Dejarla dormir. Ignorarla. Lo estarían esperando en una mesa de cuatro sillas para que el mensaje fuera más claro.

El tufillo a weed que desprende Rafael junto a sus dedos inquietos dejan claro que no es el único que la pasó insomne.

¿Quién murió? Pregunta arrastrando la silla.

Miranda, dice Andrés. Rafael le da un codazo. Loco, solo digo lo que todos piensan.

Santiago pide un café, negro, sin azúcar. Hay un pitido enervante dentro de sus oídos.

¿Qué pasa con Miranda?

¿Qué eres pendejo? ¿Cómo qué pasa con Miranda? ¿Estuvimos en la misma tocada?

Rafael se queda callado por unos momentos, se mueve más lento de lo usual. Todos los engranajes de su cerebro moviéndose para encontrar la manera más cordial de decir eso.

Creo que por el bien de todos, debemos botarla.

Entiendo. Él no se permite entrar en crisis. Se aferra a la mesa. ¿Quién se lo va a decir?

Lo miran de reojo.

No, no seré yo. Que sea Rafael, ¿no fue tu idea?

Tú la conoces mejor que cualquiera. Tú sabrás como manejarla.

Nunca he sabido como manejarla. Solo se cierra... como una computadora que se reinicia, y vuelve por su cuenta. El pitido en sus orejas amenaza con estallarle el cerebro. Le están taladrando las neuronas. Si la botamos, ¿Quién cantará?

Hablas como si no tuviera un millón de amigas que lo harían encantadas, dijo Rafael. Quiero dejarte claro que yo no tengo ningún problema en empezar a buscar ahora mismo.

Miranda despierta en una bruma de confusión, como si el día anterior no hubiera ocurrido. Le pregunta a Santiago mientras empaca si quiere desayunar y él le dice que ya lo hizo, sin entrar en detalles, cortando así cualquier conversación que pudieran haber tenido. No deberías desaparecer, hace que la gente te quiera un poco menos. Las palabras se enredan en la punta de su lengua.

Lo que viene después es el silencio más absoluto, en donde solo se escuchan respiraciones. Una burbuja donde Miranda saluda, hace preguntas y nadie le responde.

Bien, me lo merezco. Ella reconoce con una sonrisa, pero no es suficiente.

Entonces, cruzan las cordilleras, las carreteras espirales, mientras él ensaya lo que le va a decir a través de la neblina, las vallas publicitarias, y las pequeñas poblaciones de vacas en el pasto.

Soñé que rompíamos espejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora