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Santiago tuvo sueños extraños. Soñó que estaba casado con Miranda, quien llevaba una alianza con un diamante pesado y vivían en una casa llena de espejos. Sus comidas consistían en vidrios triturados. Santiago trabajaba en una oficina anacrónica, sacada de los cincuenta donde todos usaban traje, corbata y maletín. Un buen día, Miranda le avisa que ya no son dos sino tres, y abriría la puerta cual sitcom para presentar a Olivia. Una audiencia se reía a carcajadas mientras ella posaba en el marco de la puerta.

A la mañana siguiente, junto a su plato de vidrios, compartirán su vida aunque la silla estuviera un poco más incómoda de lo usual, la corbata más justa y la audiencia más ruidosa.

Un timbre espectral anuncia la llegada de una tercera esposa: Victoria. Fuerza una sonrisa y da la bienvenida a la casa sobrepoblada. Se miran a los ojos, sus grandes ojos en los que parecen vivir pequeñas islas azules en los irises y un hilo de sangre cuelga de su nariz y gotea en sus mocasines. Todos los espejos se rompen gracias al ruido de una alarma que retumba por todos los pasillos de la casa.

Abrir los ojos le toma tiempo, pero lo hace. El edredón estaba a la mitad de su torso. Estira sus brazos hasta toparse con una espalda pálida y llena de lunares.

Y recuerda.

Recuerda a Victoria sacándole la chaqueta, el abrigo y bajando la cremallera de sus jeans. De la lujuria pasa al horror cuando ve todos los moretones de su cuerpo como pequeñas constelaciones. Aquellos rincones de piel donde se había pellizcando para contrarrestar malos pensamientos. No recordaba que Miranda lo hubiera visto así, la primera vez que se desvistieron.

¿Habría empeorado?

¿Qué pasó? ¿Quién te hizo esto? La mueca de asco no se hizo esperar.

Nadie. Todos. Su padre. Su madre. Miranda. Él mismo. Les toma unos minutos de desazón. Luego, Victoria se encoge de hombros y continúa. Ya habían llegado lejos de todas maneras.

La presencia en su cama de todas maneras lo asusta tanto que le hace caer al piso. Cuando cae, le da la impresión de que todo retumba bajo su propio peso. Victoria se despierta con el estruendo y lo ve desde arriba.

Buenos días.

¿Ya era tiempo? ¿Este sería un abismo más profundo que la fosa de las Marianas? ¿Aún tenía una mala idea que aplicar? A Victoria no le agrada su silencio meditabundo. Esperaba más, aprecio, sentirse resplandeciente, sentirse con energía.

¿Cuántos años tienes? Ella le pregunta, pronuncia las palabras despacio. Ya sabe la respuesta.

Veintidós.

He desperdiciado mi tiempo.

Y no tiene más remedio que darle una razón. Era una pérdida para ambas partes. Nunca más se hablaría de ello.

El plan seguía siendo el mismo: desaparecer. No de manera violenta. Tampoco buscaba morirse sino convertirse en algo más. Una planta o quizás un insecto. Entró al baño, se lavó la cara, se afeitó, se cortó en el proceso dejando a su paso hilos de sangre sobre el lavado. Justo. Sus manos seguían magulladas.

Sí, qué pérdida de tiempo.

Ayer llamó a Miranda y no se atrevió a hablarle. Ahora, ella le había devuelto la mirada. Bueno, ya están a mano. Le escribió a su primo que viviría en su sofá a partir del miércoles.

Cuando salió del baño, Victoria ya se había ido. Abre las cortinas de par en par para buscarla pero en el patio solo hay arreglos florales y una pareja de turistas que recién estaban llegando a sus habitaciones.

El teléfono volvió a sonar para el almuerzo. Estaba preparado para todo: Victoria, su madre, Rafael para insultar. Se trataba de Miranda. La tercera era la vencida.

Soñé que rompíamos espejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora