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Su coche tiene olor a manzana y, como no, también un poco a vainilla. Pensándolo bien, no me gustan las manzanas, pero había ignorado por completo el olor de su coche. Estaba concentrado en mirarle y evitar que mi vista se perdiera por sus partes bajas. Quiero pensar que no soy el único joven del primer mundo que tiene estos problemas de concentración.

Me siento en el asiento del copiloto, me pongo el cinturón y él hace lo mismo, en completo silencio.

—Creía que usted no sabía conducir un coche. —le digo cuando pone las manos sobre el volante.

—¿Por qué creía eso?

—Porque a ustedes los ricos les hacen todo. ¿Sabe usted comer por su cuenta, verdad?

Sonríe, solo un poco.

—Por comentarios como ese, creo que le quiero en mi empresa. —comienza a conducir en dirección a cualquier lugar.

Mientras él conduce, con sus gafas de sol, unos lentes oscuros que han costado más que mi teléfono móvil, yo le miro. Es bastante guapo, tengo la vaga sensación de conocerle de antes, pero es imposible. No conozco a ningún multimillonario en mi vida.

—¿Dónde quiere comer? —me pregunta.— Comida china, tailandesa... Pídeme lo que quieras.

—Si le soy sincero, prefiero comerme una hamburguesa del McDonald's. —respondo y aquello parece sorprenderle muchísimo. Me sonríe y sigue conduciendo.

—De todos los restaurantes de la ciudad, ¿quieres ir a ese? —me pregunta.

—Señor Dilaurenttis, no todos tenemos suficiente dinero como para comer en restaurantes de comida exótica.

El dinero es lo que mueve el mundo, o eso me dijo mi madre hace mucho tiempo. Jackeline, como se llama mi madre, dijo una vez que mi padre era tan poderoso que podía cambiar el mundo. La verdad es que nunca me importó aquello. No quiero conocer a mi padre, ni mucho menos quiero saber qué significa para mi madre ser poderoso.

—¿Ha pensado en mi propuesta? —me pregunta, mientras estamos en un semáforo.

Trago saliva, intento buscar alguna manera de evitar el tema. Pero él parece querer hablar.

—Adele me informó de su visita en el hotel. —me sonrojo y le miro.— Al parecer, tenía muchas ganas de verme.

¿Quién coño se llama Adele? Es un nombre deprimente y para calvas depresivas.

Miro con cara de pocos amigos, no sé qué decir. Su mirada se encuentra con la mía, aun teniendo gafas de sol es encantador y sexy.

—Creo que...

—¿Aceptará, verdad?

Silencio, solo le doy silencio. ¿Por qué es tan difícil decir que sí cuando estoy con él? Me aprieto el dedo pequeño y le miro.

—Sí. —por fin.

Él me mira con entusiasmo y sonríe, sonríe por primera vez de verdad. Yo también lo hago y, antes de poder decir algo más, llegamos al McDonald's.

El multimillonario Daniel Dilaurenttis, en un McDonald's del centro. Me parece algo gracioso. Me río por lo bajo. Está de pie tan elegante, con sus gafas de sol y el peinado hacia un lado, que parece un guardaespaldas y obliga a que le mires durante un buen rato.

Es demasiado guapo, demasiado refinado para estar aquí. Me acerco a él un poco más.

—No le veía capaz.

—¿Qué clase de monstruo cree que soy?

Meneo la cabeza.

—Uno que no come en un McDonald's.

—Me sorprende su manera de verme. —se quita las gafas, dejando ver sus azules y dulces ojos.— Con el tiempo se dará cuenta de que no soy como usted cree. —se acerca a mí, pone su boca contra mi oreja, haciéndome sentir un escalofrío por todo el cuerpo y poniéndome los pelos de punta.— Todos tenemos secretos y no solemos ser como nos ven. —se aparta.— ¡No! —Señor Montgomery, espero no asustarle.

Pedimos lo que queríamos. Él comió algo sencillo, mientras que yo comí una hamburguesa de tres carnes y una Coca-Cola extra grande. Estaba siendo yo mismo, tal vez le pareciera exagerado y se marchara para siempre. Pero no lo hacía, me parecía extraño, el silencio hacía daño a mis oídos, pregunté:

—¿Haces esto con todos tus futuros empleados?

Él levanta la mirada, deja de beber del vaso. Sonríe y poco. Me sonrojo, aun sigo sin entender cómo se las apaña para hacerme sentir avergonzado cada vez que me mira.

—No. —responde.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —le pregunto sin pensármelo.

Él se queda en silencio, tal vez ni él mismo sepa qué está haciendo. Intento pedir a dios que a Daniel no se le ocurra decir alguna tontería. Sigo comiendo con nerviosismo, me tiemblan las manos aunque no se nota; apoya los codos sobre la pequeña mesa del restaurante y se pasa la lengua por el labio inferior. Aquello le hace ver encantador, le miro y siento que el corazón me da un golpe en el pecho, tan fuerte que temo que se explotará en mil pedazos y manchará todo. Sería una pena, mancharle el traje de sangre.

—Mire, señor Montgomery...

—No me llames de esa manera. —le suelto de golpe, tenía que decirlo o mi cerebro explotaría de todas las veces que había escuchado decirlo.

—Está bien.

No sigue, parece bien. Sigo comiendo, intentando evitar que me diga la verdadera razón por la que estamos hoy aquí y por

qué me quiere contratar para su empresa. La verdad es que aquella incógnita sigue sin resolverse.

Una vez terminamos, salimos en dirección al coche, me pongo bien la chaqueta de piel color negro y él se entretiene con un pequeño pañuelo que sale de su bolsillo.

—Escuche, Eden... —dice mientras tira el pañuelo a la basura. Me duele que haga aquello, porque seguramente aquel trozo de tela costaba más que yo.

Me sobresalto.

—¿Sí?

Hemos caminado hasta el aparcamiento. No recuerdo haber comido tan lento como para que se hiciera de noche. Él se detiene de golpe, bajo un árbol; con las manos en los bolsillos y la mirada en mí.

—Mañana a primera hora, vaya a mi despacho o alguien vendrá a buscarle a su casa. —me suelta, suena como una orden.— ¿Me has escuchado?

—¿Empiezo mañana? —le pregunto mirándole a la cara, soy más bajito que él, por lo tanto, le miro como un hijo a un padre.— ¿No crees que es muy pronto, teniendo en cuenta que estoy aquí?

Se lleva la mano a la boca, se mueve un poco y veo que está nervioso, pero intenta disimularlo. Quiero preguntar qué le pasa, pero no lo hago.

—De todas formas, seguramente estará usted mañana ahí. —dice con la voz un poco temblorosa.

—¿Por qué? —me atrevo a preguntar.

Un silencio de dos segundos. Al acabar ese silencio, me toma la cara con sus manos frías y grandes, me besa. ¡Sí! Junta sus labios rosados con los míos, sabe a... ¡Vainilla! Dejo que el momento pase, no quiero que se detenga y él no lo hace. 

¿Por qué lo hace? Siento alegría por el cuerpo, mezclada con adrenalina y emoción. Podría describir de un millón de maneras la experiencia, pero, seria lo menos ajustada a la realidad. 

Me aparto de golpe, al darme cuenta de que no le conozco casi y que seguramente tiene a más personas en su lista de relaciones que yo en el teléfono móvil. Me aparto muy rápido y salgo corriendo en dirección a mi casa. No sé dónde estoy, pero me dejaré llevar por mis piernas, mientras me intento controlar y dejar de pensar en Daniel, el hombre al que...

El deseo de Daniel  (gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora