LA PRIMERA TARDE

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No hice magia, pero lo pareció. Desde nuestra llegada a la oficina fui recortando minutos de todas partes. Adelanté dos minutos la primera reunión y después la finalicé tres minutos antes. Esos ya fueron cinco minutos. Otros cinco de la siguiente, otros dos de la media mañana, cuando el Señor Jeon tenía que comer su segunda comida del día. La videollamada fue más complicada de adelantar, pero, por mis cojones, que lo conseguí. Cuando llegó el momento le hice una señal al Señor Jeon para que terminara la conversación. Le señalé el reloj y fingí que me daba un azote en el culo. Jenny estaría a punto de llegar, o eso esperaba, justo diecisiete minutos antes de la comida, de la que recortaría otros tres; consiguiendo unos exitosos y reconfortantes veinte minutos extra.

Abandoné el despacho del Señor Jeon, separándome de él por primera vez en toda la mañana, lo que, ahora que lo pensaba, resultaba perturbador. Recibí a Jenny frente al ascensor. Estaba preciosa, perfectamente peinada y maquillada, con un bonito vestido floreado de colores blancos y azules.

—Jenny, me alegro de verte—la saludé con una sonrisa—. Acompáñame, por favor.

Había llamado a un número especial de la agenda, llamado «La Habitación». El Señor Jeon me había explicado que era un teléfono para ponerse en contacto con sus sumisos. Jenny no había tardado ni tres segundos en responder. No hizo preguntas, simplemente me dijo que sería puntual y le di las gracias antes de colgar.

—Estás preciosa, Jenny—la alagué de camino al despacho—. Te sienta muy bien ese color.

Ella me miró un momento y sonrió.

—Gracias, Jimin—respondió en voz baja.

Me detuve frente a la puerta del despacho y la miré, asentí con la cabeza para preguntarle de forma silenciosa si estaba preparada. Ella asintió en respuesta.

—Señor Jeon —le dije, abriendo la puerta para dejarla pasar—. La señorita Jenny está aquí.

Él alzó la mirada mientras ella se quedaba de pie, con la cabeza gacha.

—Amo —le saludó.

Me apresuré a cerrar la puerta antes de que alguien pudiera oír algo más de aquello. Me dirigí a mi escritorio a un lado y me senté, soltando una larga exhalación. Bebí un poco de mi café frío y me pasé una mano por el pelo. Me sentía muy, muy cansado. Tenía la mesa repleta de hojas anotadas con letra rápida sobre las reuniones, a las que debía asistir en silencio. Como el Señor Jeon había prometido, ahora yo era su mano derecha y todo el peso de su vida recaía sobre mis hombros. Y era una vida muy... muy... pesada. Miré mi reloj de muñeca y me recosté sobre la silla. Haber creado aquellos veinte minutos, me había dado veinte minutos para poder relajarme. Entonces oí un golpe seco que procedía del despacho y puse los ojos en blanco. No creía que el Señor Jeon fuera tan estúpido como para hacer tanto ruido en la oficina. Su despacho estaba lejos de todos los demás, pero, aun así, sería peligroso ponerse a gemir y follar violentamente antes de la hora de comer, cuando la gente se movía más relajadamente por la oficina, deseosa de escapar de allí.

Cerré un momento los ojos y, cuando me di cuenta, una voz me despertó por el comunicador del despacho.

—Jimin.

—¿Sí? —pregunté en respuesta, dando un salto en la silla—. Señor Jeon —añadí.

—Ven.

Me levanté, me froté los ojos un momento y tiré de mi camisa para tratar de alisarla sin éxito. Llamé a la puerta de madera y entré. El Señor Jeon estaba recostado en su sillón, visiblemente más relajado, y Jenny estaba de rodillas en el suelo frente él. Solo podía ver la parte alta de su pelo rubio sobresaliendo por encima de la mesa.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora