LA PAREJA DEL MILENIO

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La vuelta a Norteamérica fue... No sabría cómo explicarlo. Por una parte, estaba contento y tenía ganas de volver a casa, por otro lado, dejar Corea me puso muy triste. El Señor Jeon, sin embargo, estaba feliz de poder volver, dejando atrás a mi familia, a mi ex, y las numerosas incomodidades que todo aquello le producían.

—Volveremos, Jimin —me prometió con una mirada seria mientras yo conducía a Busan tras una despedida un poco lacrimógena por parte de mi madre que me había afectado más de lo que me hubiera gustado confesar—. Todavía hay muchas cosas que no me has enseñado.

Asentí y forcé una sonrisa, aunque fue más bien una mueca algo triste. Tardé la mitad del vuelo de seis horas de vuelta a casa en recuperar un poco del buen humor, y fue en parte gracias a que el Señor Jeon se esforzó bastante en ello. No se privó de abrazarme, besarme y darme toda clase de atenciones y mimos mientras trataba de bromear, o, al menos, de intentarlo; lo que en sí también era algo gracioso, la verdad.

—¿Y todo esto? —tuve que preguntar.

El Señor Jeon se limitó a encogerse de hombros y murmurar:

—No soporto verte triste, Jimin.

Apreté los labios con una cálida sensación en el pecho y le acaricié su barbilla. En momentos como aquel creía que podría comerme a Jung Kook a besos, lo cual intenté cuando le llevé al baño del avión. Eso nos puso bastante contentos a ambos, la verdad. Terminamos con una amplia sonrisa en el rostro y le di muchos besos al Señor Jeon alrededor de la boca empapada de saliva y en los labios rosados. Él se quedó mirándome de una forma extraña, sonriendo como un niño pequeño mientras me rodeaba con los brazos. Éramos dos hombres adultos con los pantalones caídos hasta los tobillos que se dedicaban miradas y caricias en mitad del baño de un avión. La imagen misma del amor.

Cuando alcanzamos el aeropuerto arrastramos las maletas entre la muchedumbre de personas que hablaban con acento americano y siempre parecían apuradas o de mal humor. Jung Kook quiso rodearme los hombros y continuar con aquella dinámica de pareja que hasta entonces habíamos desarrollado, pero, por desgracia, tuve que recordarle que allí era muy probable que alguien le reconociera. El Señor Jeon perdió parte de la sonrisa y miró alrededor antes de asentir.

—¡Lakov! —saludé al conductor, que ya nos esperaba con su postura de manos cruzadas y expresión muy seria e intimidante—. ¿Qué tal las vacaciones?

—Muy agradables, Señor Parker. Ha vuelto usted con mucho acento.

—Sí, siempre me pasa —afirmé sin perder la sonrisa.

Le quise ayudar a meter las maletas, pero él se negó con un gesto de la mano y señaló hacia las puertas del coche. Entrar de nuevo fue como realmente «volver» a casa. Jung Kook ya estaba sentado con sus piernas abiertas y sus brazos extendidos en su posición del rey del mundo y yo estaba frente a él. Solté un suspiro y, por mucho que me pesara, saqué el móvil del bolsillo y miré todo lo que nos habíamos perdido. Habíamos estado congelados en el tiempo, por así decirlo, ya que habíamos salido de Corea a las doce y media de la mañana y, tras seis horas de viaje, habíamos llegado a Nueva York a casi la misma hora. Ni siquiera pasaríamos por casa a ducharos y cambiarnos, sino que iríamos directos al despacho y empezaríamos con las reuniones de la tarde. Ya había sacado del equipaje la americana de Jung Kook y dos corbatas para al menos adecentarnos un poco.

—Pediré un buen café —le dije al Señor Jeon—. Vamos a necesitarlo—le aseguré tras ver el horario.

Al llegar a la oficina hubo cierto revuelo, por supuesto. Llevábamos diez días fuera y nuestra vuelta llamó mucho la atención. Las recepcionistas se pusieron de pie como si se tratara de la llegada de un rey o algo así, sonrieron y dijeron todas a la vez:

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora