ENTRE LA COLINA Y EL MAR

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Llegamos a la estación de la península de Taejongdae sumergidos en un profundo silencio, uno que solo rompí para señalar la salida y preguntar:

—¿Bajamos?

Jung Kook asintió, todavía con la vista al frente y los ojos empapados en lágrimas. Se levantó el primero para poder dejarme pasar hacia el pasillo y abandonar el tranvía. La estación era pequeña, con solo una cobertura y un edificio que atravesar para ir a la calle. Abrí el paraguas con la bandera de Corea y lo sostuve en alto para taparnos a ambos, le indiqué una dirección a Jung Kook con un gesto de la cabeza, pero él todavía no era capaz de mirarme a los ojos. Aquella parte de la península no era especialmente bonita, tan solo un puerto y algunas casas con cafeterías y un pub; lo interesante llegaba cuando dejabas eso atrás y te adentrabas en el camino que ascendía y bajaba, serpenteando en la ladera sobre el precipicio rocoso. Tras un minuto más en silencio miré al Señor Jeon, que me seguía cerca, pero que no se pegaba a mí, dejando un espacio pequeño pero significativo entre nosotros; un espacio que agradecí, pero que me resultó muy extraño e incómodo.

—Ahora el paseo no es muy bonito —le dije en voz baja, dándole un leve roce con el hombro para llamar su atención mientras señalaba el camino que atravesábamos, una carretera de cemento rodeada por vegetación y un muro—, pero después gana mucho. Se ve el mar y la colina rocosa. Es muy tranquilo y agradable.

Él tardó un momento, moviendo la vista desde el frente a un punto intermedio donde debían estar mis pies antes de, por fin, reunir las fuerzas para responder a mi mirada. El Señor Jeon tenía una expresión triste y dolida, casi descorazonadora. Se quedó en silencio y entonces asintió, volviendo la vista al frente de nuevo.

—¿En qué piensas? —le pregunté, girando el rostro hacia el camino.

A Jung Kook le tomó otro momento responder, entrecerró levemente los ojos y dijo con la voz algo ronca:

—Pienso en que... jamás volveré a ser feliz.

Cerré los ojos y ladeé la cabeza a un lado, sintiendo una punzada de dolor en el pecho. Era complicado y difícil, todo volvía a ser complicado y difícil, porque con Jeon Jung Kook siempre lo era.

—¿Sabes en qué pienso yo, Jung Kook? —le pregunté en un tono bajo—. En que deberías de dejar de darle vueltas a las cosas y limitarte a disfrutar de este momento —intenté mirarle de nuevo por el borde de los ojos y me encontré con su mirada de vuelta, tan profunda, silenciosa e intensa como siempre.

El Señor Jeon volvió a asentir y se acercó un poco, cubriendo esa distancia tan extraña y abisal que había dejado entre nosotros. Rozó su hombro ancho con el mío y, en un temeroso intento, acercó su mano temblorosa a la parte baja de mi espalda, apoyando tan solo la punta de los dedos en un pequeño contacto. Me miró fijamente durante todo el proceso, preparado y atento a cualquier señal que pudiera indicarle que me estaba enfadando o que iba a volver a rechazarle. Quizá debería haberlo hecho, pero dejé que se acercara, porque me sentía un poco vacío al tenerle tan lejos, y dejé que me tocara, porque añoraba muchísimo aquel contacto tan suyo en mi espalda. Había una guerra dentro de mí y un torbellino de emociones contradictorias: «aléjale porque te ha hecho daño, pero déjale acercarse porque le echas mucho de menos...» Cogí una bocanada del aire fresco y húmedo, con un ligero olor a salitre debido a la cercanía del mar que se oía a lo lejos, batiendo contra las rocas de la costa. Decidí seguir mi propio consejo y disfrutar de aquel momento; ya tendría toda una vida para echarle de menos y arrepentirme.

—No voy a salir corriendo, Jung Kook —le dije—. Deja de poner esa cara de perrito triste.

Él continuaba mirándome con sus ojos llorosos, hasta que una pequeña y fugaz sonrisa elevó por un instante la comisura de sus labios.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora