LOS LÍMITES DE LA REALIDAD

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Al día siguiente me levanté con peores punzadas que el día anterior, si eso era posible. Hice movimientos lentos y pausados, tratando de mover los músculos para que dejara de doler, pero solo empeoró. Bajar las escaleras fue una agonía, ducharme fue un infierno y vestirme la peor de las condenas. Tuve que coger mis gafas redondas de metal porque me había quedado dormido con las lentillas y casi no había podido despegar los ojos aquella mañana. Fui a la cocina para hacerme un café y vi que el Señor Jeon no se había molestado en guardar nada; ni la agenda, ni las fotos, ni la compra. Ni siquiera su cinto negro. Así que tuve que hacerlo yo. Despertarse de esa forma era tan maravilloso que uno solo deseaba saltar de alegría en dirección a la ventana y de allí al suelo de la calle.

Cuando terminé de recogerlo todo, menos el cinto, me senté al fin a disfrutar de mi café con leche templado. Oí unos leves pasos por las escaleras y el Señor Jeon apareció por la cocina con su expresión seria y su mochila de deporte colgando de la mano.

—Buenos días, Señor Jeon —le saludé, decidido a fingir que la noche anterior no había sido real.

—¿Gafas? —me preguntó, resaltando la obviedad.

—Sí, hoy tengo los ojos secos para llevar lentillas. —El asintió con la cabeza.

—Vámonos —ordenó.

Apuré los últimos tragos del café y cogí mi mochila. No tenía ganas ningunas de ir al gimnasio, pero no creía que llegara el día en que me despertara y me dijera a mí mismo: «Joder, qué ganas tengo de quedarme sin aire y que me duela todo el cuerpo mientras sudo como un puto cerdo».

Nos metimos en el ascensor y descendimos en silencio hacia el garaje. Saludamos a Lakov y nos metimos en el coche, una tarea complicada para mí con tantas punzadas alrededor del cuerpo. Casi me tiré sobre el asiento con un jadeo antes de mirar el móvil por primera vez en la mañana, revisé la agenda del día y aguanté un resoplido al ver doce correos nuevos, veinte mensajes y alguna que otra llamada perdida. Empecé a teclear deprisa sobre la gran pantalla, pensando en que, quizá, pudiera sacarme uno o dos correos de encima antes del gimnasio.

—Jimin—me llamó el Señor Jeon. Me detuve y le miré—. Quiero hablar contigo.

Sentí una cierta incomodidad y dejé el móvil a un lado, dispuesto a escuchar lo que él tuviera que decirme. Pensé que querría justificar su actuación de la noche anterior, cuando se había masturbado delante de mí, y ya tenía la respuesta preparada.

Pero el Señor Jeon me miró en silencio y se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las piernas y los dedos entrelazados, como cuando hablaba de algo importante.

—Estoy muy sorprendido contigo —comenzó entonces, manteniendo un tono profesional y serio que me pilló desprevenido—. Sé que soy un hombre difícil de complacer y muy exigente; tanto en la empresa como en mi vida privada. Te he llevado al límite en numerosas ocasiones estos últimos dos días y tú has superado todas mis expectativas. Incluso ayer a la noche has demostrado ser un profesional y una persona de confianza —ahí estaba—. Por eso creo que mereces más de lo que te estoy pagando. —Se detuvo un momento por si yo quería hablar, pero como no dije nada, continuó—: Te daré quince mil al mes si firmas un contrato de permanencia por un año.

—Quince mil... —repetí lentamente, sintiendo que me atragantaba con aquella palabra.

—Quince mil limpios —dijo él—. Todo lo demás correrá a mi cuenta, como hasta ahora.

Alcé ambas cejas, bastante sorprendido. Lo último que me esperaba es que me ofreciera un aumento; estaba convencido de que soltaría alguna justificación triste y patética sobre por qué se había masturbado delante de mí de una forma por la que podría denunciarle por acoso laboral.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora