MIENTRAS NIEVA EN LA CIUDAD

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Noviembre fue un mes relativamente tranquilo: hubo una cena de inauguración a la que, evidentemente, tuve que asistir con el Señor Jeon. A mí no me importaba disfrutar de una comida cara y un poco de conversación con algunas de las personas más relevante de la ciudad, pero mantener a Jung Kook tranquilo y convencerle para asistir siempre era un reto. Más cuando se trataba de algo como la presentación de una nueva exposición en el museo, repleta de personas deseando demostrar lo mucho que sabían de arte.

—¡Quiero que te pongas el traje gris! —gritó el Señor Jeon cuando insistí por tercera vez para que fuera.

Thomas Lee no paraba de mandar mensajes para que lo hiciera, ya que se trataba de una exposición que solo recogerían dos museos del país y sería un evento cubierto por ciertos periódicos de tirada internacional.

—Me tocarás la polla a la ida y después me la comerás en los baños.

Puse los ojos en blanco y terminé aceptando. Tenerle entretenido y satisfecho durante los eventos era una de las formas más sencillas de que siguiera sonriendo a todas las personas que se nos acercaban a saludar. No a nosotros, sino al Soltero de Oro de la ciudad. Las mujeres, e incluso algunos hombres, eran más sutiles que cualquiera de los de las fiestas de los amigos depravados de Jung Kook. Allí no le proponían guarradas mientras le tocaban la entrepierna, pero le sonreían bastante y se reían como si todo lo que dijera fuera graciosísimo.

Yo me quedaba a un lado con una copa de champán o un entremés entre las manos y escuchaba sin decir nada. En la inauguración del museo, sin embargo, hubo un periodista de arte que se puso un poco pesado, quiso tocar el brazo del Señor Jeon y enseñarle «algunas de sus obras favoritas».

—¿No tiene un reportaje que escribir, señor...? —le interrumpí yo, apartando su brazo de él con firmeza y una sonrisa afilada como un cuchillo.

—Francis, solo Francis —respondió, dedicándome una mirada de arriba abajo como si le hubiera ofendido que me hubiera interpuesto entre ellos.

—Francis... —vaya idiotez de nombre—. Estoy seguro de que un experto en arte como usted sabe que las obras no se tocan... —ladeé el rostro y me interpuse sutilmente entre el Señor Jeon y él—. ¿Verdad?

—Oh... —murmuró él con una ligera sonrisa—. Así que es cierto.

—No sé de qué me está hablando —le mentí.

Sí sabía de lo que me hablaba y, sí, era cierto. Así que ya podía ir quitando sus putas garras de mi Señor Jeon y metérselas por el culo. El señor Francis, levantó su cabeza de tupé repeinado y se alejó sin decir nada más.

—Ahora mismo la tengo muy dura, Jimin—me susurró Jung Kook al oído—. Vamos al baño.

No era el mejor momento, pero fuimos igualmente. Era peligroso, muy peligroso hacer aquello y me ponía de los nervios que Jung Kook no supiera dejar de jadear en alto. Trataba de hacerle parar, pero él solo sonreía y volvía a meter la polla dentro de mi boca. Yo prefería hacérselo en casa o en el coche, en lugares discretos en los que poder disfrutarlo; no en un baño del museo al que podría entrar cualquiera en cualquier momento. No era que nos oyeran lo que me incomodaba, lo que incomodaba era que ese alguien podría ser uno de los reporteros y periodistas que iban y venían, esos que podrían hundirle la vida al Señor Jeon.

Lo bueno era que, después de correrse, Jung Kook siempre estaba mucho más relajado. Su sonrisa era más suave y las conversaciones que mantenía con los demás no se limitaban a asentir, negar y soltar una breve carcajada muy ensayada. Lo malo es que se ponía un poco más... ¿cariñoso? No era una palabra que quisiera utilizar para describir al Señor Jeon, pero sí que le gustaba colocar la mano en mi espalda y acariciarla muy sutilmente, aunque estuviéramos delante de gente.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora