HOEDONG SUWONJI

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Dolía. Todo dolía. Cuando esa sensación de serenidad se fue, cuando la adrenalina desapareció y me quedé solo, llegó el dolor y el vacío; tan intenso y tan profundo que me costó seguir respirando. Lloré en el aeropuerto, lloré en el avión, lloré en el taxi a Busan y lloré en la parada de bus que me llevaría al pueblo. Cuando llegué a casa, mi madre se quedó paralizada en la puerta. No necesitó palabras, solo verme para saber que algo había ido mal. Terriblemente mal.

—Cariño... —murmuró, alargando una mano para cogerme del brazo, después dio un paso y me abrazó—. ¿Qué ha pasado?

—He vuelto a casa —fue lo único que pude responder.

Ella no insistió, me ofreció un café que yo rechacé, diciendo que estaba cansado. Subí a mi cuarto, cerré la puerta, me metí en cama y seguí llorando hasta quedarme dormido. Era difícil porque cada vez que cerraba los ojos veía a Jung Kook sentado en ese sillón mientras las putas le tocaban y le montaban. Sentía dolor y rabia, pero sobretodo me sentía angustiado y traicionado. Jamás había pensado que Jung Kook me sería infiel. Yo sabía que me quería muchísimo, o, al menos, que me quería más que a nadie; al parecer, me equivocaba. Jeon Jung Kook solo se quería a sí mismo. Ese fue el torbellino de emociones y pensamientos que me dejaron tirado en la cama, cruzando del desvelo al sueño intermitentemente hasta que la puerta de la habitación se abrió y vi a mi padre. Solo se inclinó para verme allí tirado, puso una expresión preocupada y me dijo:

—Me alegra que estés en casa de nuevo, Jiminie—y se fue.

Después llegó mi madre para decirme que la cena estaba lista. Su voz era suave y baja, su mirada esquiva y su expresión muy preocupada. Le dije que no tenía hambre y me quedé de nuevo sumergido en la penumbra de mi vieja habitación. A veces una lágrima se deslizaba por mi rostro, a veces me encogía sobre mí mismo porque me sentía solo y perdido, a veces echaba de menos a Jung Kook incluso después de haberme hecho tanto daño. Estuve en esa cama un día entero, hasta que la puerta volvió a abrirse y entró mi hermana. Joohyon se acercó y se sentó en el borde de la cama, puso su mano en mi hombro y me acarició lentamente.

—¿Jung Kook? —preguntó. Asentí lentamente.

—Era un idiota—concluyó ella.

Nos quedamos en silencio y Yoohyon me estuvo acariciando el hombro un par de minutos antes de pellizcarme un poco la mejilla y levantarse.

—Tienes que comer algo, Jimin. Te subiré un sándwich, por lo menos.

Yo seguía sin tener ganas de comer. Tenía hambre, pero era solo uno más de los vacíos que agujereaban mi cuerpo, uno no demasiado importante para mí en aquel momento. Aun así, me comí el emparedado que me trajo Yoohyon y el que a la noche me trajo mi madre.

—Cariño, ¿necesitas hablar? —me preguntó.

—No. No quiero hablar —respondí. No quería decirle nada a mis padres sobre lo que había pasado, no todavía. Porque yo mismo estaba intentando procesarlo y reunir fuerzas para conseguir salir de esa cama que me hundía y me atrapaba cada minuto un poco más.

Al tercer día simplemente no era capaz ya de sentir nada. Quizá estaba exhausto de llorar, quizá me había quedado tan vacío al fin que, sencillamente, no quedaba nada dentro de mí. Solo dormía y me despertaba de forma intermitente, perdiendo el concepto del tiempo y confundiendo el sándwich de la tarde con el de la noche y viceversa. Hasta que, en algún momento, abrieron la puerta. Estaba de espaldas y me desvelé, supuse que era mi madre de nuevo, aunque creía que hacía tan solo un momento me había traído el emparedado. Pensé que me habría quedado dormido hasta que oí los pasos acercándose. Eran lentos, un poco más pesados, junto con un sonido de tela al rozarse. Fruncí levemente el ceño y volví el rostro.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora