LA SELECCIÓN DE LOS CONDENADOS

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Como temí, al día siguiente me desperté con unas punzadas que me hicieron desear estar muerto. Me dolía moverme, me dolía caminar, me dolía levantar los brazos, agacharme, creía que hasta me dolía sonreír. Ducharme fue una batalla épica contra mí mismo y el champú. Vestirme fue como asistir al purgatorio. Llegué a gemir un poco cuando tuve que subirme los pantalones de pinza negros. Evidentemente, tardé un poco más de lo normal, pero llegar a la cocina y tomar el café me ayudó un poco. Me senté e intenté encontrar una postura en la que las nalgas no me dolieran.

El Señor Jeon apareció a los diez minutos con su bolsa de deporte colgada de la mano. Le miré y creo que reconoció el miedo en mis ojos, porque una suave sonrisa se deslizó en su rostro. Había cogido una pequeña mochila y la había llenado de una camiseta vieja, un pantalón de deporte y una toalla del baño; lo había hecho porque supuse que el Señor Jeon querría verla, no porque creyera que aquel día volveríamos a ir.

—Vámonos —me ordenó él.

Sentí un puñal en el pecho y, con cabeza baja, le seguí hacia el infierno.

—¿Qué hay hoy? —me preguntó en el coche.

—Tiene que visitar a George Dalton en el puerto, después tiene una comida con Sarah Cooper y la tarde la tiene libre.

—Voy a cambiar de sumiso, despide a Jenny y busca uno nuevo —me dijo entonces.

Le miré con una mueca inexpresiva en el rostro.

—¿Quiere que busque en la agenda a uno nuevo? —tuve que preguntar, porque su orden no fue nada específica.

—Sí.

—¿Y qué quiere exactamente?

El Señor Jeon tenía su postura de siempre, como si estuviera preparado para que le montaran como a un potro salvaje en mitad del coche, pero su cabeza estaba girada hacia la ventanilla. Me di cuenta de que desde la noche anterior había evitado mirarme a los ojos.

—Escoge a algunos candidatos y preséntamelos —respondió. Alcé ambas cejas sin saber qué decir a aquello.

—¿Quiere que haga una selección? —le pregunté, como si tuviera que asegurarme de que no bromeaba—. ¿Cuántos quiere que le presente?

El Señor Jeon entornó los ojos y se lo pensó detenidamente.

—Diez —dijo en voz baja—. Cinco mujeres y cinco hombres.

—Muy bien —asentí—. ¿Para cuándo quiere que organice estos Juegos del Hambre del sadomaso?

Me arrepentí al momento de decirlo, cerré los ojos un momento y después me enfrenté a aquella mirada seria y enfadada que sabía que me esperaba en su rostro.

—Lo siento, Señor Jeon —me disculpé.

—No me gustan las bromas.

—Lo sé, perdón —dije, y esta vez era de verdad, no una de mis disculpas procesadas y sin significado para mí.

El Señor Jeon hizo algo con las cejas, como un intento de ceño fruncido que no salió bien, parpadeó y giró el rostro lentamente de vuelta hacia la ventanilla.

—¿Qué le parece esta noche después de la cena? —le pregunté.

Él asintió y yo lo apunté en la agenda como «cena y espectáculo». Llegamos al gimnasio y tuve ganas de llorar mientras nos cambiábamos de ropa.

—No podré hacer nada, me duele demasiado —le aseguré, pero el Señor Jeon seguía distraído y distante, perdido en sus pensamientos.

—Harás lo que yo haga —me recordó él, que no se privó en ningún momento de mirarme mientras me desnudaba.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora