AU REVOIR, PARIS

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Volvimos al hotel en taxi. Jung Kook me apretaba contra él y me daba pequeños besos allí donde podía: en la mejilla, en el cuello, en la sien o en los labios. Yo le acariciaba de vuelta, en la pierna un poco mojada de las gotas de lluvia o en el pecho desabotonado y fresco. Cuando llegamos al hotel, tuvimos que salir corriendo del taxi, empapándonos bajo la tormenta. Nuestra ropa, por muy sexy y apretada que fuera, no era la mejor para un día como aquel, así que llegamos al ascensor con el pelo goteando y los hombros de las camisas blancas tan mojadas que se podía ver la piel debajo.

—¿Tienes frío? —le pregunté, frotando sus brazos grandes en un triste intento por darle calor.

El Señor Jeon negó con la cabeza y me volvió a atraer hacia él para besarme. Sus labios sabían un poco a lluvia, un poco a whisky y un poco a él; se me escapó un gemido y rodeé su cuello antes de hundir una mano en su pelo mojado. Prácticamente atravesamos el pasillo hasta la habitación de esa forma, sin separarnos, dando bandazos de un lado a otro, chocándonos en la pared para detenernos a devorarnos el uno al otro hasta alcanzar de alguna forma nuestra habitación. Busqué la tarjeta en mi bolsillo y traté de pasarla sin dejar de besar ni tocar a Jung Kook, lo que resultó en mi mano frotando la tarjeta contra casi toda la puerta hasta que, por casualidad, encontré la cerradura electrónica y casi nos precipitamos dentro.

Había una especie de profunda necesidad en mí por tener a Jung Kook, una necesidad que me convirtió en un hombre un poco estúpido y con solo una cosa en mente. Empujé un poco al Señor Jeon contra la cama cuando al fin la alcanzamos, produciendo una leve queja de su parte por separarme de él; pero se le pasó rápido cuando me puse de rodillas y le desaté el cinto como si debajo de su bragueta se encontrara la respuesta a todas las preguntas del universo. Un coro de gruñidos de placer y jadeos acompañó el ritmo de mi cabeza y mi boca descendiendo y ascendiendo sin pausa por su polla. Yo estaba decidido a tener todo lo que quería, pero Jung Kook me interrumpió en algún momento y esta vez fui yo quien se quejó. El Señor Jeon me agarró de la camisa y me llevó a la cama con él, se puso encima y trató de quitarme la ropa lo más rápido que pudo sin dejar de hundir su lengua en mi boca.

Cuando llegó el turno de los pantalones tuvo que levantarse y tirar de ellos con fuerza. Me quedé tumbado y desnudo, mirando como el Señor Jeon intentaba quitarse sus pantalones tan rápidamente que llegó a tropezar un poco y casi perdió el equilibrio. Cuando al fin se desnudó, lo celebró con una sonrisa y un gruñido de felicidad antes de arrojarse sobre mí como un animal salvaje.

No fue el polvo más elegante de nuestras vidas, pero fue bastante intenso. Repleto de una necesidad y un deseo que nos mantuvo alerta hasta el momento en el que ambos alcanzamos el orgasmo, yo antes que Jung Kook. Entonces llegó la calma y el silencio solo interrumpido por nuestros jadeos y el repiqueteo de la lluvia contra los ventanales de la habitación. Jung Kook levantó la cabeza de mi cuello y me dio un beso lento y húmedo en los labios antes de alargar una mano y tratar de cubrirnos de la mejor forma que pudo con el edredón desordenado. Cuando lo consiguió, más o menos, volvió a recostar al cabeza y a apretarme un poco contra él mientras yo miraba el techo blanco y le acariciaba la espalda ancha y fuerte.

Me desperté casi en la misma posición, con el ruido incesante del despertador del móvil. Parpadeé y solté un gruñido de queja. Tuve que apartar un poco a un Jung Kook adormilado que se negaba a dejarme marchar, levantarme para ir a buscar el móvil en mis pantalones arrugados al otro lado de la habitación y después volver a tumbarme con un jadeo de frustración.

—La próxima vez, elegiremos un destino y nos quedaremos allí todo el viaje —decidí en un murmullo bajo.

En mi imaginación, mientras planeaba aquellas vacaciones, lo de moverse de un lado a otro para visitar el mayor número de lugares posibles, me había parecido una idea maravillosa y nada incómoda. Después te dabas cuenta de que no podías disfrutar de ningún lugar que visitabas y que tenías que ir corriendo de un lugar a otro sin sentido; perdiéndote demasiadas cosas por el camino, como, por ejemplo, las mañanas de retozar tranquilamente en la cama.

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora