Capítulo Veintiséis

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Cuando Ambrose me despertó a la mañana siguiente, el sol todavía no había salido; la oscuridad se cernía sobre nosotros, dándole un aspecto sombrío al prado. Los animales nocturnos como los grillos seguían cantando, pues al sol aún le quedaban unas horas para salir y dar comienzo al nuevo día.

Mientras yo preparaba el desayuno—nuestra última comida antes de enfrentarnos a Häel—, Ambrose se encontraba recogiendo todas las armas de las que disponíamos—espadas sobre todo—.

Hoy era el día.

Hoy era el día por el cual nos habíamos tirado meses entrenando, preparándonos; al final de este día veríamos si todos estas semanas habían merecido la pena. Si todas las lágrimas, las gotas de sudor y sangre habían servido para algo. Había dos posibles formas de terminar el día de hoy: victoriosos y vivos—en paz—o... por el otro lado, derrotados, tal vez muertos, o cualquier otro destino que Häel nos asignara.

Esperaba que todos estos días hubieran merecido la pena; si no, la muerte de mi hermano habría sido en vano. Ethan, que me había adoptado siendo él un adolescente y me había criado y cuidado de mí, había encontrado una pareja dispuesta a cuidar de nosotros, a darnos amor; había arriesgado su vida una y otra vez y eso jamás lo daría por sentado. Agradecía todo lo que mi hermano había hecho por mí y era esa la razón por la que ahora íbamos a arriesgar nuestra vida si fuera necesario para derrotar a Häel. Tal vez no pudiéramos hacer nada por la guerra que en estos momentos se desarrollaba entre ángeles y demonios, muchos de ellos muriendo, pero al menos vengaríamos una muerte.

—Lith. —Ambrose se acercó a donde yo me encontraba, con Hope a su lado, y me dio una mochila cargada con las herramientas que íbamos a utilizar.

—¿Nos vamos ya? —pregunté, pues todavía la luna se encontraba en lo alto del cielo—. ¿No vamos a esperar a que amanezca?

—No —negó Ambrose, poniéndole a la yegua una silla de montar y una mantilla debajo de esta; de esta forma, el caballo no se haría daño con la montura. Hope tenía puesta una cabezada de cuadra, y unas riendas iban atadas a esta, sin ningún hierro que le impidiera respirar con normalidad al animal.

—¿No lleva bocado? —pregunté, pues aunque no estaba muy de acuerdo en que se les pusiera una embocadura con hierro a los caballos, pues les hacía daño, Hope era una yegua que ninguno de los dos habíamos cabalgado por mucho tiempo y tampoco estábamos seguros de si estaba domada.

—Será mejor así. —Ambrose acarició a Hope y esta se detuvo al momento—. Vamos. Debemos emprender el camino antes de que salga el sol.

Asentí, aún sin creerme lo que estábamos a punto de hacer.

—Bien. Yo iré delante —habló Ambrose, señalando la silla de montar—. Tú irás detrás.

Y acto seguido, el pelinegro puso un pie en el estribo, cogió impulso y se subió a lomos de la yegua, que levantó la cabeza con altivez. Entonces, Ambrose extendió un brazo, que agarré para poder subirme con más facilidad. Una vez estuve detrás del pelinegro, agarré la cintura de este para evitar caerme cuando Hope empezara a cabalgar.

Tras unos minutos, Ambrose hizo un chasquido con la boca, a la vez que le daba suavemente al caballo con los talones. Hope entonces echó a galopar, por lo que apreté las rodillas contra la yegua y me sujeté con más fuerza a la cintura de Ambrose.

Cada vez estábamos más cerca de nuestro destino.




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