Capítulo Cuatro

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—Ojalá tuviera los sueños que tú tienes, Lith. Yo soy incapaz de recordar lo que sueño, y las pocas veces que lo hago, sueño cosas muy extrañas —dijo Jane el lunes siguiente, al contarle el sueño que tuve el sábado, ignorando la cara que el profesor de lengua nos estaba dirigiendo.

—No te creas. Por un momento pensé que era real. La yegua era tan bonita... —suspiré con añoranza.

—De eso se trata. Sueñas cosas que te hacen creer que son realidad y...¡Pum! ¡Te despiertas! —exclamó Jane, elevando cada vez más la voz, haciendo que los alumnos de las mesas más próximas nos miraran con irritación.

—Perdón —susurré, haciendo que estos pusieran los ojos en blanco, molestos. No solían atender en clase, pero el próximo examen se acercaba, por lo que les convenía prestar atención a la explicación del profesor, si querían aprobar la asignatura.

—A lo que iba. Lith, el otro día soñé con una araña gigante, ya sabes, como "Aragog" de Harry Potter... —habló Jane, mirándome fijamente. Jane amaba Harry Potter y llevaba insistiendo en que me leyera los libros desde hacía ya meses.

—Claro, la mascota de Hagrid —suspiré, riéndome. No me los había leído todavía pero había visto las películas, así que me sabía los nombres de los personajes.

—Bueno, eso, que me comía. Era tan real que cuando me desperté me extrañé de estar en mi cama sana y salva, sin babas de araña —susurró, o al menos lo intentó Jane, ya que cuando mi mejor amiga hablaba, era a gritos. Era incapaz de hablar en voz baja.

—¿Las arañas tienen babas? —pregunté, divertida, mirando de reojo la pizarra, donde Sebastian, nuestro profesor de lengua, estaba escribiendo.

—Y yo qué sé —respondió mi amiga, mientras empezábamos a copiar las frases de la pizarra en nuestro cuaderno.

De repente, una voz surgió en mi cabeza, como si de un pensamiento mío se tratase.

«Vaya rollazo de clase, yo no sé para qué quiero aprender esto»

—Ya ves, no es como si para ir a comprar necesites saber cuál es el complemento directo de una frase —dije distraídamente, mientras copiaba la frase en la libreta para luego analizarla.

—¿Qué has dicho? —preguntó Jane, soltando el bolígrafo que hace un momento tenía en la mano.

—Contestar a lo que acabas de decir —respondí, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué?

—No he dicho nada—dijo Jane, mirándome con una expresión extraña en el rostro mientras recogía el bolígrafo de la mesa y se disponía a seguir escribiendo.

—¿Qué?—pregunté, pero entonces sonó el timbre, indicando que la clase había finalizado, dando comienzo al recreo.

—Reúnete conmigo en diez minutos donde siempre, tengo que hacer una cosa antes—habló Jane misteriosamente, mientras recogía sus cosas y se iba corriendo sin decir una palabra más.

—¿Qué...? ¡Jane! —la llamé, pero mi amiga ya se había ido.




Ya habían pasado unos quince minutos de la hora que me había dicho Jane de reunirme con ella y esta aún no aparecía, por lo que saqué de mi mochila mi teléfono, auriculares y bloc de dibujo, y me puse a dibujar con la música de Tchaikovsky de fondo.

Siempre había amado la música clásica. A mucha gente le parecerá extraño que a una adolescente le interese, ya que hoy en día ese tipo de música se asocia con personas adultas, pero a mí me encantaba. Me relajaba. Desde que mi madre me puso, cuando tenía seis años de edad, el ballet del lago de los cisnes, me enamoré de la música clásica e instrumental. Sobre todo la de Tchaikovsky, aunque también me gustaba la música más contemporánea como Ludovico Einaudi, un pianista y compositor italiano.

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