Capítulo Treinta

5 0 0
                                    


—¡Ambrose! —chillé, pues tras el impacto, sangré brotó del cuerpo de Ambrose en abundancia, haciendo que todos los ángeles y demonios con nosotros saltaran a ayudar. El joven que antes había hablado, se enfrentó a Häel, que observaba la escena con apatía.

Ambrose se encontraba en el suelo, con una mano sobre la herida, en el pecho. Su rostro tenía un color enfermizo, pues cada vez estaba más pálido. Aunque intentaba aparentar que se encontraba bien, podía ver que la verdad era otra. Aún tenía la lanza de Ethan clavada en su cuerpo.

—¿Qué debo hacer? —le pregunté, con el corazón latiendo con rapidez—. ¡Ambrose!

Pero el pelinegro me ignoró. Miraba a Ethan con dolor en la mirada.

Alrededor nuestra, las demás criaturas habían tomado posición. El ataque de mi hermano había hecho que se pusieran en acción. En la estancia podía oírse el indistinguible sonido del metal; espadas chocando contra espadas. Incluso los más pequeños se encontraban combatiendo a Häel. Este, aunque poderoso, podía observar que se encontraba precavido. No atacaba a ninguno de los que se encontraban luchando contra él; tan solo se defendía.

Al volver a posar la mirada sobre Ambrose noté que este trataba de levantarse del suelo con una mueca de dolor que no escapó de mi atención.

—Ambrose —hablé, cogiéndole con suavidad por los hombros y llevándolo al suelo—. Necesitas atención médica.

Pero ambos sabíamos que eso era imposible de conseguir.

Ambrose posó entonces sus manos sobre la lanza y, con toda la fuerza que poseía, tiró de ella hacia fuera. El arma fue expulsada de su cuerpo, pero no fue lo único que salió, pues junto a ella, grandes cantidades de un líquido escarlata se derramaron. El suelo, que con anterioridad había sido de un blanco puro, ahora era de un color rojizo. La sangre se deslizaba por el cuerpo de Ambrose y llegaba hasta el suelo a una velocidad escalofriante.

De la camiseta que llevaba puesta traté de arrancar un trozo para utilizarlo como torniquete. Sin embargo, mis manos estaban empapadas en sudor y temblaban del terror de lo que pasaría si no hacía nada, si nadie hacía nada para salvar la vida de Ambrose.

Entonces noté unas manos entregándome un trozo de tela arrugada. Sin siquiera mirar a la persona que me había entregado dicho material, me lancé junto al pelinegro y, con cuidado, presioné la tela contra la herida. Pronto el paño se llenó de sangre, pero eso no hizo que menguara la presión que realizaba contra el cuerpo del ángel caído. Este había empezado a cerrar los ojos, y su respiración empezaba a ser entrecortada.

—¡Ambrose! —grité, dándole pequeños golpes en la cara. No podía permitir que cerrase los ojos; aunque no fuera médica, sabía que alguien herido tan profundamente como lo estaba Ambrose no podía dormirse. Si lo hacía, podría no despertar de nuevo.

Se me formó un nudo en la garganta. La vida de Ambrose estaba en mis manos. No iba a permitir que este muriera en mis manos. No iba a permitir que otra persona muriese. Ethan—si no estuviera bajo el control de Häel—hubiera muerto antes que dejar a otra persona morir delante suya, y menos si era por su culpa.

De repente, alguien se arrodilló al otro lado de Ambrose, le quitó el paño manchado de sangre y lo reemplazó por otro limpio; sus manos trabajaron a toda velocidad. Cogió la tela, que era mucho más larga que la anterior, e hizo un torniquete improvisado con ella. Al acercarme pude descubrir que no era otro que mi hermano; el responsable de que Ambrose se encontrara en esta posición.

—Aléjate de él —advertí, antes de levantarme y, tras unos instantes de titubeo, le di una patada a mi hermano en la pierna, lo que hizo que este se apartara de Ambrose.

LILITHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora