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Hannibal decidió hacer una parada en una pastelería local, a regañadientes, para comprar cannoli. La amable dueña del local, al enterarse de que eran para su esposo, le ofreció generosamente una ración extra. A pesar de no ser muy adepto a comer en la calle, Hannibal hizo una excepción, sabiendo el gusto que Will tenía por los manjares de ese puesto en particular.

Will se estaba recuperando rápidamente; la fiebre había desaparecido, su fuerza retornaba y el persistente dolor en su cabeza había disminuido considerablemente. Aunque, después de la noche en la que ayudó a Will a liberarse, su amado se había mantenido más distante, absorto en sus propios pensamientos.

Con Will casi recuperado, su tiempo en Italia llegaba a su fin. Su próximo destino era Cuba, donde Hannibal había adquirido una espléndida casa en un lugar remoto pero lujoso. Estaba seguro de que a Will le fascinaría; la propiedad se erguía junto al mar y contaba con un muelle privado, perfecto para pescar o para atracar el futuro bote de Will. La imagen pintoresca del lugar se fundía con la promesa de un retiro tranquilo y apacible para la pareja.

Se irían dentro de dos días, Chiyoh se ocupaba de los detalles, asegurando un vehículo privado para su traslado. La discreción era vital; no podían arriesgarse a tomar un vuelo comercial debido a la vigilancia policial que había alertado sobre sus rostros en los aeropuertos, según la investigación de Will.

Hannibal condujo a su casa, adentrándose entre los árboles hasta llegar a la casa oculta entre ellos. Echaría de menos ese refugio, un lugar secreto que se ocultaba de miradas indiscretas y, para él, ideal para llevar a cabo sus oscuros propósitos. Además, le ofrecía la posibilidad de mantener a Will aislado del mundo exterior, le gustaba saber que el era el único con acceso ilimitado a Will Graham.

Al estacionar el vehículo, Hannibal tuvo una clara sensación de que algo no estaba bien. Todas las luces estaban apagadas, a excepción de una tenue luz proveniente del estudio en la planta baja. Un presentimiento inquietante se apoderó de Hannibal mientras observaba la casa en penumbra.

Entrando rápido a la casa, Hannibal confirmó que la luz provenía del estudio. La chimenea estaba encendida, brindando calidez a los perros, quienes dormían plácidamente sobre la suave alfombra.

Dejó su bolsa de compras en la cocina y llamó a Will un par de veces, pero no recibió respuesta, el silencio persistente comenzó a inquietarlo. Con pasos agitados, ascendió las escaleras. Siguiendo el rastro familiar de su aroma, Hannibal se dirigió hacia el pasillo que conducía al balcón. Allí, encontró las puertas de cristal abiertas y a Will apoyado en el barandal.

Hannibal, aliviado, se posicionó a su lado. Su amado sostenía un vaso de whiskey entre sus dedos mientras la botella, casi vacía, descansaba en la pequeña mesa alta que adornaba el balcón.

—Este es mi primer vaso. Ya estaba casi vacía cuando la agarré —dijo Will, llevándose el vaso a los labios, percibiendo la mirada preocupada de Hannibal fija en la botella.

—No dije nada.

Will esbozó una triste sonrisa. 

—Dado tu historial de revisar cosas que no te incumben, creo que deberías conocer mi tendencia al alcohol en malos momentos y cómo terminé en el hospital por intoxicación en el pasado.

Claro que Hannibal conocía esos detalles. Durante su tiempo en la policía y cuando un Will más joven colaboraba en algunas escenas del crimen para utilizar su empatia, su batalla contra el alcohol había sido notoria. 

Hannibal había temido que al salir de la cárcel, Will pudiese caer nuevamente en ese oscuro camino.

Consciente de su historial, y dado que ahora Will estaba bajo su cuidado, Hannibal limitaba rigurosamente el consumo de whisky del mismo, permitiéndole solo un máximo de dos vasos al día.

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