La varita de saúco

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Era uno de los inviernos más crudos; una noche fría, triste y sin estrellas en el cielo. Los pasillos de Hogwarts estaban desiertos y ni siquiera los fantasmas parecían tener deseos de pasearse a esas horas por los corredores.

Un joven Dumbledore se hallaba a oscuras en su despacho, observando a la nada, como si su mirada su hubiese perdido en algún lugar a muchos kilómetros del castillo. Casi podía escuchar sus pequeñas pulsaciones vibrando dentro de su pecho, pero a pesar de aquella serenidad y calma que le embargaba, algo extraño parecía inquietarlo. Con solo su silueta marcada por la luz del fuego que crepitaba en su chimenea, Dumbledore lanzó un profundo suspiro al aire, tratando de liberar aquella duda que parecía agobiarlo en aquellos días. Sobre su escritorio, se hallaba una pequeña carta sin remitente; era claro que el joven profesor ya la había leído, pero necesitaba leerla nuevamente. Hacerlo no le resultaba sencillo, sobre todo al saber de quién se trataba.


                     “Querido Albus.
Sabes que debemos vernos. Hay un último asunto que aún debemos arreglar. Te espero este sábado a la medianoche en dónde ya sabes.
                                       —Atentamente G. G
PD: No olvides traer tu varita.”

Dumbledore desvió la mirada hacia una pequeña ventanilla que se hallaba detrás de una repisa y observó que en el exterior comenzaba a caer una pequeña nevisca. Los pequeños copos blancos comenzaban a descender de lo alto silenciosamente, como si de algún modo, ellos también estuviesen dormidos.

El joven profesor se puso de pie sin hacer demasiado ruido y sus ojos destellaron al encontrarse con las llamas; tomó su capa de viaje azul de un viejo perchero y se la ajustó al hombro antes de salir, aunque no sin antes echar un vistazo a un pequeño cuadro de una niña rubia que dormía profundamente en su retrato con una expresión dulce y ausente. Dumbledore sonrió levemente al ver la imagen, pensando en aquellos instantes sobre la acogedora sensación de sumergirse en el mundo de los sueños, luego de eso, abrió sin más la puerta y salió del despacho. Al llegar al vestíbulo, descubrió que alguien estaba de pie esperándolo. Era el profesor Dippet y llevaba puesta una bellísima túnica roja encima de un pijama rayado. Una vela a medio derretir, se consumía en unas de las manos contrarias, a la altura de su hombro, de manera que su rostro anciano y arrugado resultó levemente visible.

—No pienso detenerte, Albus —le dijo entre susurros. Dumbledore no cambió su expresión de calma. Aquel encuentro era necesario, pero ignoraban lo difícil que era para él en esas circunstancias.

— ¿Pero estás seguro que de esta manera vas a lograr terminar con esto?— insistió Dippet.

—No hay otra manera, querido Armando —le respondió con serenidad, pero con cierta firmeza que había estado entrenando desde hace ya mucho tiempo. — Estaré de regreso dentro de una hora.—añadió Dumbledore.

El anciano director asintió ligeramente con la cabeza pero con una expresión de preocupación en su mirada: —Ten calma,… todo estará bien. ¿No quieres que te acompañe? —le preguntó preocupado.

—No. Te agradezco mucho el ofrecimiento pero prefiero encargarme de esto sólo. —replicó Dumbledore amablemente— No quiero involucrar a nadie más en esta odisea. Las muertes deben acabar.

—Bien…, pero ten cuidado.—dijo Dippet, quien no borraba aún de su rostro aquella facción de horror.

—Lo haré. —lo calmó el joven profesor con serenidad y amabilidad—Vuelve a la cama y descansa. Estoy seguro de que no me negarás que te agradaría mucho estar durmiendo calidamente en tu cama.—respondió Dumbledore, esbozando una pequeña sonrisa.

Dippet forzó una sonrisa y se alejó de Dumbledore siguiendo su consejo sin embargo, se detuvo en el último peldaño superior de la escalera y permaneció allí observándolo. Dumbledore siguió su curso hasta el final del pasillo abrió la puerta del castillo que rugió en medio del silencio y una correntada de un aire helado invadió la estructura, pero que al cerrarse, esta cesó. Los latidos, fuertes y ansiosos de Albus, resonaban  con fuerza de forma inevitable en su pecho, como no lo hacía desde hace mucho tiempo, pero esta vez lo hacían con un sentido tal vez diferente. Los recuerdos de aquel amor juvenil que se negaba a olvidar y que llenaron de regocijo alguna vez, llegaban a su mente como pequeños flashes, cada uno con más sentido que el anterior. La vida los había unido pero sus decisiones se habían encargado de desaparearles y para una mente inquebrantable como la de Albus, habían razones  fuertes para no insistir. Era un amor desafortunado del cuál solo uno fue quien se vio más afectado, como suele ser en situaciones riesgosas de enamorarse; o tal vez así lo comprendía, así lo sentía. Ambos eran de mentes sobresalientes, tenía todo lo que había anhelado sin saber que lo ansiaba. Su compañía era única, como nunca volvió a encontrar. Parecía que todo había sido diseñado para un probar su suerte. Con pesar ahora un poco menos, estaba consciente de que había sido su único y gran error del cual aunque quisiera jamás tal vez olvidaría aquel amor iluso, que había dado en su intento de amar como cualquier ser ordinario.

Los Secretos de DumbledoreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora